viernes, 7 de septiembre de 2012

Exploradores del abismo


(Casa de Villanueva, Hervás, c.1982)

Lo mejor, el agua.
Y el césped, fuego incandescente.

Tras un tupido seto de cipreses
centelleaba la piscina
como ajeno y pulido lapislázuli
irreal y soñada.

-¡Tened cuidado, hijos, que aquí cubre!

Pero pronto partimos hacia lo hondo
al impulso veloz de un corcho rosa,
indestructible, iridiscente
globo de chicle.

El miedo expandía nuestra respiración,
los corazones resonaban
lo mismo que una caracola junto al oído
y nos picaba la nariz congestionada
por el cloro y el frío.

Nadábamos, nadábamos con una risa floja,
porque nada podría sucedernos
si papá vigilaba desde el borde.

Y el suelo se iba hundiendo a nuestros pies
tras la primera estela.

Espaciados y unidos como las constelaciones
o una flota de naves espaciales
que ignoran la razón de su misión científica
-qué las trajo a estas aguas
cada vez más profundas-
seguimos avanzando todavía.

A veces el cansancio nos derrota,
-papá y mamá son ya dos puntos muy lejanos-
y queremos dejar el flotador,
nadar hasta los zócalos blancos de la piscina
o ahogarnos en la sima del recuerdo
en busca de raíces.

Pero es en vano.

Somos exploradores del abismo.

Aracena, verano de 2011

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