lunes, 7 de octubre de 2013

Sevilla-Sanlúcar-Mar (VII)


Ahorraré ponderarles su arte porque sé que a ustedes solo les interesan las novedades, pero si hay en mí un átomo de eso que llaman elegancia o clase, a él se lo debo. De Lagartijo, el primero en adornar las suertes con la gracia de la danza andaluza, aprendí a vestirme por los pies. Aquellos hombres eran gigantes y la altanería que exhibían nacía del comercio diario con la muerte. Desde bien niños habían visto chorrear la sangre de bestias y de hombres en los mataderos donde reyertas y pendencias eran moneda corriente. En aquellos solares olvidados de la autoridad, entre los corrales y el estiércol, aprendían el latín de las navajas. Un olor nauseabundo se les pegaba a la ropa e invadía los cochambrosos tugurios donde vivían hacinados con otras familias y una extensa parentela de tullidos. En alguna esquina siempre un traje de torear, renegrido por el humo de los fogones, del hermano, del tío, del primo, a quien un cornalón de caballo había partido la barriga o había dejado impedido para los restos. Y siempre la mancha morada y negra sobre la taleguilla, como una mariposa zaina de sangre, revoloteando en la memoria de las mujeres de la casa. La torería era el único camino para abandonar la miseria, pero el olor, ¡ay! el olor no se va nunca, eso se lo puedo asegurar yo que a los once años ya estaba enrolado en una cuadrilla de niños-banderilleros. Ninguno de mis camaradas murió en su cama y no creo que más de tres pasaran de los cuarenta. La cirugía ha avanzado mucho, pero entonces cualquier gañafón te dejaba seco. Aunque, en rigor, esto no ha cambiado tanto, además está la cuestión de la suerte, una suerte extraña que alcanza a todo el escalafón: a veces pasan años sin ningún percance y la gente que va a las plazas se olvida del peligro e incluso decae la afición, pero no, el toro no se olvida nunca, y siempre,  siempre se cobra su tributo de sangre. No sería justo, sin embargo, culpar solamente a la pobreza de esta tragedia nacional.

Otro silencio unánime se abatía ahora sobre la cubierta y en el rostro de nuestro hombre se dibujaron algunas cicatrices escondidas hasta entonces por el sol optimista de la mañana de agosto. Señalando nuevamente con el bastón hacia una de las orillas añadió: 

-Mírenlos, ahí están los cabrones. 

Tras una larga y escuálida empalizada de madera, ensamblada toscamente igual que una columna vertebral, hozaba la manada. De cuando en cuando alguno de los animales levantaba la pesada testuz y seguía fijamente con la mirada la evolución del barco. Sobre las solitarias hogueras de las pitas se forjaban las aceradas astas de los toros.


Sorolla. "Visión de España: Andalucía"



Shostakovich, "Quinta Sinfonía", Leonard  Bernstein, Filarmónica de Nueva York


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