domingo, 20 de octubre de 2013

Sevilla-Sanlúcar-Mar (VIII)

En el último capítulo:

...Sobre las hogueras solitarias de las pitas se iban forjando las aceradas astas de los toros.


-¿Quién podría soportar tanta belleza? Yo les confieso que desde que tengo uso de razón no ha habido un solo día de mi vida, incluso ahora que abomino de la fiesta, en que no haya soñado con ponerme ante la mirada profunda e imponente de estos animales. Todos ustedes han jugado al toro de niños, ¿no es cierto? Entonces me comprenderán bien, aunque no pueden hacerse una idea, por más que lo hayan leído en sus periódicos, de lo que es una enfermería mugrienta, oscura, destartalada, en cualquier plaza de pueblo perfumada de éter donde un muchacho escuálido, que hace un rato era un titán, yace con los ojos en blanco, desangrándose, agarrado a la chaquetilla de su mozo de espadas: “¡No me dejes, Antonio, no me dejes! ¡Ay, madre de mi alma, mira lo que te ha hecho tu hijo!” Esos y otros gritos parecidos me acechan cada noche como murciélagos, “¡Con lo bonito que era! ¡Prométeme que cuidarás de mi hermana! ¡Dejadme que lo mate!” Nada puede compararse al dolor de una cuadrilla reunida junto al lecho de muerte de un torero. Ver a aquellos gigantes, dioses de tantas tardes, en silencio, con la garganta seca y los ojos enrojecidos, masticando tabaco. Siempre impresiona el llanto de un hombre, pero el dolor de los héroes provoca un desamparo que hace ascender al miedo como una hiedra por las piernas hasta apretarte los brazos y dejarte sin aire. Allí no existe la gloria. Al día siguiente, sin embargo, y bajo el sol encalado de otra plaza, saldrán hacer otra vez el paseíllo, acaso su rictus sea más grave, pero nadie notará nada en su rostro más viejo. Las cornadas se llevan en el alma. 

Y mientras ahí siguen ellos, ¡los toros cabrones!, impasibles, la ensortijada cerviz, la honda badana, los cuernos de la luna levantados desde el principio de los tiempos como un enigma que ningún capote logrará nunca descifrar.

Voy a contarles una historia que quizá alguno conozca y que ilustra esto que les cuento, un compañero mío en la cuadrilla de niños que apuntaba unas maneras excelentes sufría tanto por el miedo que hubo que internarlo en el sanatorio de Miraflores, pero era tal la fiebre de su afición que allí se pasaba los días y las noches en el patio del pabellón toreando con las sábanas de su cama que una monjita piadosa le había cosido con forma de muleta. Al capellán le daba tanta lástima que le leía cada tarde las crónicas triunfalistas como si hablaran de él mismo. A veces tenía que ahorrarle los párrafos donde el crítico no ponderaba suficiente su actuación por no aumentarle el padecimiento. Un domingo se presentaron unos torerillos que querían hacer burla de este don quijote y aún no se sabe muy bien cómo consiguieron meterlo en un coche y llevárselo a Cazalla, donde se celebraba al día siguiente una novillada pendiente de una sustitución. Que Dios lo tenga en su gloria, no bien había salido el primer toro cuando el pobre tiró los trastos al suelo y aunque quiso correr aquella plaza es tan pequeña, que el animal lo reventó contra el burladero. Hay que parar esta sangría. 

A lo lejos, en la orilla, inmóviles como esfinges, los toros se hacían cada vez más pequeños. El mayoral de la ganadería seguía al trote el curso del San Telmo, seguidos de un perrito de aguas y un muchacho que agitaba su gorro diciendo adiós. El sol ardía en su cenit y un brillo cerámico abatía el paisaje con su buril despiadado.

-Pero caigo en la cuenta de que aún no he contestado a su pregunta: yo no me hice rico gracias al toro sino a la guerra. 


Muerte del Maestro. José Villegas. Museo de Bellas Artes de Sevilla.
Joaquín Turina: la oración del torero.



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