domingo, 1 de diciembre de 2013

Sevilla-Sanlúcar-Mar (XI)

En el el capítulo anterior: 

-Yo ya he hablado mucho, cuéntenme algo más de este Alvarito. ¿Qué tal maneja el capote?
 Justo en ese instante, como obedeciendo a una orden, una bandada de flamencos rosas cruzó ante el barco y quedó un segundo suspendida en el aire para luego virar suavemente de vuelta trazando en el aire una espiral púrpura indeleble lo mismo que un brochazo de pintura salvaje.
 -Aproximadamente así.


La estela fucsia de picos y de plumas se alejó graznando, nuestro hombre permaneció un instante meditabundo y luego sentenció: 

-No se preocupen… triunfará. Al menos poetas no le faltan al muchacho.- Y volvió a sumirse en sus pensamientos mientras los presentes se entregaban con entusiasmo renovado a los repetidos e inmemorables meandros de la tertulia taurina ponderando las futuras virtudes homéricas del novillero… si lo respetaban los toros. 

Era la hora del almuerzo, antes de que pasaran al comedor de primera un mozo se deslizó entre los veladores pregonando los billetes para la corrida de la tarde, aunque la mayor parte de los interesados ya lo habían adquirido con el pasaje. 

-¡Anímese, hombre! ¿Después de todo lo que nos ha contado qué mal puede hacerle recordar otra vez los viejos tiempos? Si Alvarito triunfa hoy seguro que lo ponen tres tardes en la feria de abril.

-No se confunda, por favor, le ruego que no insista. 

A través de las vidrieras las ondas del río reflejaban nuevas ondas sobre la mantelería de hilo bordada y la vajilla blanca de la Cartuja. Los cubiertos de falsa plata brillaban como peces ávidos de alimento. Tomaron asiento y pronto los camareros irrumpieron en el improvisado palacio de cristal flotante. Llegaron los platos y se reanudaron con más alegría las conversaciones. Sobre una de las mesas reposaba como una paloma el inconfundible sombrero de Panamá:

 -¿Ven esas manchas más verdes, casi azules? 

Junto a una distante choza relucía una isla de un verde intenso sobre la que se afanaban tres o cuatro campesinos, tocados con un ancho parasol en la cabeza, encorvados sobre los surcos, como en un grabado japonés. 

-Es arroz. Si todo va bien el mes que viene esperamos recoger la primera cosecha. Hay unos ingleses que también lo están intentando, pero yo he sido el primero en plantar las seis hectáreas de ahí. Me traje el grano de Filipinas, que es más fuerte, allí lo cultivan en minúsculos bancales encharcados en las alturas de las cordilleras, pero eso apenas les da para comer. Lo rentable es inundar enormes extensiones, como en el delta del Nilo o en la Albufera en Valencia. 

 -¿Y por qué trabajan sus hombres en domingo? 

-En las marismas no se suceden los días como en las ciudades, aquí apenas vive nadie además de los cazadores de patos. Los que rezan, rezan a su manera, mirando hacia la ermita del Rocío, a la hora del Ángelus. El agua del subsuelo es salada como saben y hasta que encontremos un método apropiado tienen que estar día sí y día también endulzando la tierra. Miren a su alrededor, probablemente no me crean, pero alguna vez todo esto será un planeta esmeralda. 

La suave calima de la tarde hizo desaparecer tras su celaje oriental a los minúsculos labriegos, como un boceto de tinta china disuelta por el agua hervida del café de sobremesa. 

-Me habían hablado ustedes del capote de Alvarito, pero déjenme decirles una cosa, no es el arte o el valor lo que impresiona a los públicos modernos. No fue el dominio sobre todos los toros lo que hizo inmortal a Gallito ni la temeridad la que ha hecho de Belmonte un astro universal. No fue tampoco la gracia pinturera del primero ni la honda gravedad del segundo lo que determinó su éxito. Nadie quiere sentir miedo en la plaza, ni se acude a ella para ver una danza o un cuadro en movimiento porque para eso están las salas de concierto y los museos. No. El público, aunque él mismo no lo sabe, anhela ser burlado como el toro. Adora lo imprevisible. Antes que la pureza de una suerte preferirá esa risa tonta que se nos queda cuando el prestidigitador nos escamotea una carta. Ahora me ves, sí, pero ahora no me ves. 

En ese instante alguien golpeó una frasca de vino tinto y sobre el mantel inmaculado creció lentamente una hemorragia roja y violácea, lo mismo que un ramo de cerezas o de rosas sobre el tallo espinoso y astifino de una femoral partida. 

Campos de Arroz, Hokusai

Arturo Márquez: "Danzón nº 2". Gustavo Dudamel en los Proms

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