lunes, 6 de octubre de 2014

Burladero Baudelaire (VI)

Capítulo V
Capítulo IV
Capítulo III
Capítulo II
Capítulo I 

Como ya he adelantado había una pregunta que se cernía sobre la figura de des Saintes y que toda su corte de aduladores tratábamos de evitar en público para no ser víctimas de su desprecio o su ira. Una pregunta inquietante para la que ninguno de nosotros lograba una respuesta satisfactoria que, en caso de existir, resultaría no menos inquietante que la pregunta en sí: ¿cómo era posible que el hijo de un matarife de la campiña de Sevilla, prácticamente un analfabeto, sin más educación que la de su brutal ministerio de banderillero, pudiera ejercer tan amplia autoridad sobre la inteligencia francesa? ¿Y cómo era posible, además, que esta influencia se pudiera extender unas décadas atrás en el tiempo? Pues a menudo hablaba con familiaridad de escritores y artistas desaparecidos en días en los que él aún no habría podido ser más que un ambicioso y negligente becerrista por los resecos campos de España.

Porque desde su fantástico antro de de perdición se determinaban no solo las modas literarias y pictóricas, de las que apenas divisábamos la punta del iceberg en el pequeño barrio bohemio en las alturas de Montmartre, sino que también se dispensaban despachos y sinecuras, obispados y abadías.

Todo era oscuridad y tiniebla alrededor de des Saintes desde la tarde aciaga en que el toro lo apartó del mundano cogollito de París, donde ejercía de amante a tiempo parcial de las más frívolas y casquivanas hijas de la aristocracia exiliada o de la burguesía emergente, la misma que abarrotaba los teatros donde Sarah Bernhardt entornaba los ojos hasta el éxtasis romántico revestida de pedrería bizantina.

Había un indicio, sin embargo, un mínimo vestigio que enlazaba al gallardo Faustino con el lisiado Faustine: poco después de la tragedia, una joven modistilla del Barrio Latino, de nombre Marguerite, había aparecido muerta en el atrio de la iglesia de Saint Sulpice. Los noticieros especularon dos o tres semanas sobre el hecho y el nombre de des Saintes, con quien al parecer había convivido, volvió a sonar en los cafés y mercados de París. La Gendarmería no llegó a confirmar, como se rumoreaba, si la muchacha estaba embarazada o no, pero a todas luces parecía un caso claro de suicidio por despecho erótico y el juez no dio más relevancia a la nota que encontraron en sus manos, la transcripción del célebre poema XXVI de las Flores del Mal: “Sed non Satiata”[2]. El asunto, según costumbre, se deshizo en la espuma de los días y nada se volvió a saber por un tiempo largo de des Saintes.

Cuando mucho después supe de esa historia empecé a entender algunos fenómenos que hasta la fecha, si no había dado por naturales, los había atribuido al desorden verdoso de la absenta. Aunque aún estaba lejos de la verdad pues me cegaba la insaciable concupiscencia que el BURLADERO alimentaba cada día con su aparatosa puesta en escena: algunas veces, en algún momento en mitad de la fiesta se apagaban de repente las luces y una brisa fría cortaba la estancia. Dos o tres copas se rompían contra el suelo y un silencio helador, que contrastaba con la jauría de voces que un instante antes había aullado sin tasa, se adueñaba de todos nosotros. Solo una lúgubre vela iluminaba las cabezas de los toros que parecían alzar la testuz y mugir desde el fondo de los siglos. En el viejo tablado sonaba una guitarra y una voz invisible crecía cargada de cuchillos. No era de este mundo. ¿De dónde procedía aquel cactus erguido que hendía sus espinas contra la carne mortal y miserable como un veneno puro? ¿Y qué puerta se abría hacia qué círculo hondo allí donde una hoguera de fósforo y ceniza proclamaba la angustia y la heredad de la pena? Yo oía el llanto de los niños, yo veía pasar pequeños animales y serpientes de hielo, yo podía ver el espectro alucinado de Baudelaire, sus cabellos de fuego y de hachís, su faz desencajada, su llanto milenario.

Amanecía entonces y un rocío extraño nos mojaba, aparecíamos sentados en corro, bajo los árboles del bosque de Bolonia y un sol extraño hermano del azufre. Sentíamos vergüenza. Nos quitábamos los disfraces que arrojábamos al fuego casi extinto y en silencio nos marchábamos, cada cual por su camino y en silencio.

[Continuará...]




[2] Incluimos el soneto de Baudelaire y su traducción según la edición más arriba citada.

Sed non satiata

Bizarre déité, brune comme les nuits,
Au parfum mélangé de musc et de havane,
Oeuvre de quelque obi, le Faust de la savane,
Sorcière au flanc d'ébène, enfant des noirs minuits,

Je préfère au constance, à l'opium, au nuits,
L'élixir de ta bouche où l'amour se pavane;
Quand vers toi mes désirs partent en caravane,
Tes yeux sont la citerne où boivent mes ennuis.

Par ces deux grands yeux noirs, soupiraux de ton âme,
Ô démon sans pitié! verse-moi moins de flamme;
Je ne suis pas le Styx pour t'embrasser neuf fois,

Hélas! et je ne puis, Mégère libertine,
Pour briser ton courage et te mettre aux abois,
Dans l'enfer de ton lit devenir Proserpine!

Sed non satiata
Rara deidad, oscura cual la noche, de aroma
mezclada de tabaco y de almizcle, que un obi
haya creado, Fausto de la sabana, oh bruja
de ébano, criatura de negras mediasnoches,

al opio y al constance, y al nuits siempre prefiero,
el licor de tu boca donde el amor se jacta;
cuando a ti mis deseos en caravana parten
tus ojos son la acequia donde bebe mi hastío.

Por tus ojazos negros, troneras de tu alma,
¡demonio sin piedad!, viérteme menos fuego,
no soy, para abrazarte nueve veces, La Estigia,

ni, ¡qué lastima!, puedo, oh lasciva Megera,
si quiero someter tu ardor y acorralarte,
en tu lecho infernal hacerme Proserpina.





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