viernes, 26 de diciembre de 2014

Burladero Baudelaire (XI)

Capítulo V
Capítulo IV
Capítulo III
Capítulo II
Capítulo I 

Entonces lloré amargamente y caí desmayado sobre el barro...

Deserté.

Durante la noche deambulaba por los páramos y rondaba granjas solitarias o abandonadas para robar comida. Por el día me ocultaba en alguna hondonada al resguardo de la caliginosa neblina que no se había separado de mí desde el ataque que determinó mi huida.

Había decidido no encaminarme a París, al menos mientras en el horizonte aún latieran los resplandores rojizos de la Gran Berta y no cesara el estruendo sordo de los morteros. De lejos veía desfilar, una tras otra, las grandes columnas de los ejércitos, cuyo uniforme cambiante pero unánime tristeza confundía mi valoración de los hechos, ¿eran alemanes o franceses? De cuando en cuando surcaban el cielo, atronando el paisaje, aviones de una solidez y envergadura para mí desconocidas. ¿Y qué significaban aquellas insignias rojas, con una cruz gamada en su centro, tan semejantes a algunos de los símbolos esotéricos con que me había iniciado?

Pasadas algunas semanas y tras algunos altercados con los campesinos, que invariablemente huían ante mi presencia, llegué a convencerme de mi invisibilidad e incluso me acerqué a las líneas de ataque, pero nada aclaraba mi confusión: aquellos carros de combate, despiadados, como un cruce de elefante y oruga, debían ser el arma secreta de la que tanto se había hablado al principio de la guerra. Desesperado, abría a veces al azar el libro maldito y fiel que era, todavía, mi única compañía bajo los astros:

Homme libre, toujours tu chériras la mer![1] 

Como cada vez me resultaba más difícil encontrar víveres, me dirigí hacia las playas. Se acercaba el verano. Quizá en algún puerto de pescadores podría encontrar el anhelado sosiego que me estaba vedado.

Una mañana, muy temprano, ya cerca de las costas, asistí a un espectáculo no menos inesperado que sublime: el cielo se pobló de un enjambre de hombres que bajaban del lo alto iluminados por el sol. Unas alas  inmensas ralentizaban su vuelo  de Ícaro, sin embargo, apenas se hubieron posado en el suelo, fue atrozmente ametrallado desde unas oscuros fortines enterrados que asomaban su amorfa cabeza de paquidermo. La visión de aquellos cuerpos desangrándose, que un instante antes habían formado parte del coro de los ángeles, superaba en horror a todo lo que había visto hasta entonces.

Comprendí que daba igual hacia dónde caminara, la destrucción era mi compañera y el infierno mi morada.


¿Continuará...?




[1] Hombre, libre, siempre querrás el mar. L’homme et la mer, Ch. Baudelaire (Op. Cit).

No hay comentarios:

 
/* Use this with templates/template-twocol.html */