viernes, 6 de marzo de 2015

El terremoto de Lisboa (I)

Como los duques habían partido para Sevilla por la mañana temprano para acudir al oficio divino al día siguiente en la catedral y solo permanecían en el palacio la guardesa con su cuerpo de servicio, no tuvo dificultad alguna para internarse por el amplio patio hacia las cocinas y alacenas.  

Al pasar junto a los pabellones aún pudo admirar, alineadas por especies, las piezas cobradas por los señores y sus ilustres invitados los días anteriores. Durante dos semanas no habían dejado de atronar los arcabuces en el coto, ahuyentado incluso a la pesca. Ahora, ya entrado el otoño y a punto de llegar el frío, que aún se resistía, pues el sol seguía luciendo extrañamente radiante, vendrían días más sosegados para los nativos, aunque menos provechosos para la bolsa. 

La víspera de Todos los Santos era el último día de aprovisionamientos, había que acudir al rayar el alba para recibir el último pago, incrementado, con un poco de suerte, por la prodigalidad de los amos. Mientras el séquito se alejaba al galope por la Raya Real levantando una polvareda de oro, repasó mentalmente su plan. Había apartado un canasto de peces para los padres de María Niña, esta sería la excusa si alguien le daba el alto. Ahora tenía ya la última cancela a la vista, atrás quedaban las cabezas de jabalí con sus colmillos retorcidos, más afilados que sus anzuelos, y las cuernas repetidas de los ciervos y gamos, espectrales, como un bosque de árboles secos.






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