domingo, 4 de octubre de 2015

Inclítas razas ubérrimas (IV)

Capítulo III: aquí
Capítulo II: aquí. 
Capítulo I: aquí.

Mientras la mujer era ubicada en el dispositivo el profesor continuó con fingida solemnidad: 
-¿Lleva algo metálico? Podrían producirse graves quemaduras de las que mi equipo y yo no podríamos responsabilizarnos.
Con afección pomposa ella se despojó de una ajorca, unos zarcillos y un collar de oro en los que al parecer había engastadas algunas esmeraldas de valor considerable. 
-¡Cuiden bien de mis joyas, señores! –añadió con impreciso acento hispanoamericano. 
Se hace obligado apuntar que pese a la sugestión inducida en el auditorio, siempre atento a las novelerías, no habíamos asistido en rigor a ninguna innovación escénica. Parafernalias como esta o parecidas se sucedían desde hace más de cincuenta años todas las noches en innumerables teatros y cabarets del planeta. Tras la consabida descarga eléctrica ella entró en trance y fue sometida a la clásica batería de preguntas adivinatorias sobre el personal asistente a la función cuya dificultad crecía según crecía la intensidad aplicada sobre el generador, aumentando el entusiasmo del público. Ni siquiera yo me libré de la pantomima. En el preciso instante en que el embaucador uruguayo se dirigió a mí instando a levantarme y a subirme a las tablas mientras preguntaba a la mujer: 
-¿A qué ha venido este señor a Sevilla? 
Justo en ese momento, digo, mientras yo me ponía en pie abochornado y renqueante, se produjo una súbita explosión, seguida de un relámpago cegador que yo inmediatamente atribuí a una acción terrorista para sabotear las conmemoraciones del día siguiente. Preso del pánico salí corriendo en la dirección naturalmente prevista por mis pasos, por lo que en el siguiente cuadro me vi en el centro del escenario ante un público que carcajeaba y aplaudía a raudales, pero que insólitamente había permanecido fijo en sus asientos. 
Yo no entendía nada.  Como he dicho al principio, no encontré luego tampoco ninguna referencia en los periódicos ni al suceso en sí ni a la bagatela artística que tanto había disfrutado”. Según caía el telón y el celador me apartaba para dar paso, ahora sí, a los actores de "Los duendes de Sevilla", me percaté de que, en medio de la confusión, alguien había puesto una tarjeta en mis manos. Como pude volví a mi sitio y una vez allí la abrí nerviosamente: 
“Venga a verme después de la función al Hotel Alfonso XIII. Se lo sabré agradecer.” 
En la firma al pie de la nota figuraba el enigmático y exótico título de "Princesa de Cundinamarca". 
Pero nuevamente se abría el telón: en el decorado iluminado aparecía un patio y la cancela de una casa sevillana cuya luz de acuario se propagaba cálidamente hacia el patio de butacas, aunque la ignota princesa hubiera desaparecido de la cuarta fila.

CONTINUARÁ...
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