Para Domingo Cerro
Siempre hay un toro gris para los toreros tristes. La Fiesta, que es la única evidencia de la épica que le queda a nuestro tiempo, es implacable y por lo tanto, justa. Concede -desde el torcido renglón de los chiqueros- el victorino cárdeno de la gloria. Tan perfecta es esta escritura fatídica que tuvo su prólogo de segura muerte. Encampanado en las astas del primero de su lote, este diestro enjuto, humilde, melancólicamente cacereño, de Torrejoncillo -torreón con dos diminutivos-, fue rescatado por el ángel de los toreros. Pudo así dominar la impetuosa embestida de su gris y ceniciento destino, dominándolo, desengañándolo, burlándolo, trayéndolo toreado. Toreó, si no con pureza, purificando la embestida del toro segundo de su lote, no importando que rozara la muleta o que el embroque se ampliara en su compás. Toreó. Cuando ya nadie torea. No he visto a nadie asir con más júbilo las columnas de la gloria que fueron los trofeos cortados a la bestia. Sí, ya había abierto él la Puerta de las Ventas, pero le seguían pidiendo y aún continuarán por muchos años, el carnet de torero, que en su caso abrirá los portones -y por muchos años- de inmensos toros mitológicos con cuchillas en la punta de las astas de lira.
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