sábado, 4 de agosto de 2018

El eterno Morante


Morante camina por la plaza como caminaban acaso los toreros del siglo XIX, cuando el romanticismo despojó a la tauromaquia de la rudeza que recogen aún los aguafuertes de Goya y el toreo -¿también el flamenco?- se despojó de la brutalidad, de la bravuconería y la temeridad a favor de la gracia, la inteligencia y el valor sereno. Nace así el traje de torear, se ordena la lidia y se embellecen las plazas y se decanta una tauromaquia cada vez más fina que culmina en la figura más alta de todos los tiempos taurinos, Joselito el Gallo, un gitano de visaje melancólico y nobleza homérica que llegó a hablar el idioma de los toros y fue arrebatado por los dioses a la edad de veinticinco años en la Plaza de Talavera cuando la Macarena vistió de luto. 

Gallito es el espejo donde se miró Belmonte, como quien se asoma a un pozo insondable, para huir hacia su destino desesperado y Gallito es, casi un siglo después de su ausencia, todavía el gran afluente del que mana la armonía torera.

Esto pensaba, quiero decir que sentía, cuando Morante daba ayer inicio a su faena al cuarto de la tarde en la Plaza de Toros de Huelva. “Si os partiéredeis al alba/quedito pasito, amor/no espantéis al ruiseñor”, cantaba Lope de Vega y es así el paso de Morante, como lo fuera así el de aquel seise de San Bernardo, que se llamaba Pepe Luis, la misma fragilidad, la misma delicadeza.  Apenas sí levanta el albero de la plaza cuando camina y así, igual que hay gestos y movimientos consustanciales al idioma o la cultura, existe una cadencia en la expresión de este torero, propia de otro siglo. 

Sin prisas, sin aspavientos, sin velocidad ni fuerza: más bajo, más suave, más lento, se acerca pues  Morante a la cara del toro y es ya un hombre de otro época y a mí me parece que veo con los ojos del corazón a Joselito el Gallo y a los barcos de velas blancas que aún llegaban desde las costas y ríos de Huelva a las orillas del Guadalquivir. Sé, por los andares, que estoy en otro tiempo, un tiempo en que la vida, la muerte y la vida más allá de la muerte tenían otro significado y estaban enhebrados por un mismo hilo de oro. Un tiempo en que el ser y el estar, dentro y fuera de la plaza, eran una única cosa. 

Toma Morante la muleta o el capote y no para el tiempo, sino que es otro tiempo el que discurre. Otra época. Morante no torea, Morante acontece. Es verdad que esta transfiguración no sucede todos los días, pero es bueno que así sea o moriríamos extasiados de belleza, hundidos quizá en el terror de lo indiferente. 

Pero es verdad sí, ayer, a veces, como el arte, simplemente sucede (it just happens).

Y en ese instante alto de belleza convulsa, no es ninguna blasfemia estética comparar el toreo con una composición de Schubert o de Mozart, pues participan de la misma armonía. La que el corazón del hombre bueno acoge, porque le es revelada, de manera inmediata, sin explicaciones ni silogismos. 

Carece de sentido que yo explique lo que sentí cuando Morante tomó las banderillas como el ánima misma de Joselito, ¿y cómo explicar las lágrimas de mis ojos cuando la banda hizo sonar la banda el pasodoble Gallito, de alegría y melancolía vienesa, y nuestro torero dibujaba, pincelada a pincelada, como Monet, como Fantin-Latour, flores rojas sobre las crines y la testuz del toro, que era una luna galopando por el cielo?

Vimos a Morante lidiar al toro con la mirada, sin mover la muleta: le decía aquí te pones y el toro lo seguía hasta entregarse completo en la muerte, que fue instantánea o sublime. ¿Y cómo juzgar esto, la muerte del toro? Una muerte que es, que acontece, como expresión de amor, lo mismo que danzaban –eros/tánatos- Tristán e Isolda en el abismo de la más profunda noche existencial y erótica.

Y entonces, con la muerte y sin saber muy bien por qué ni cómo, todos salimos de aquel rapto, como Europa de los lomos de Zeus, padre de hombres y dioses. Y allí había quedado una obra imperecedera y fugaz temblando aún en su nada y en su todo y entendimos aquello que decía Lorca de que se vuelve de la inspiración como se regresa de un país extranjero.

NOTA BENE: Para que acontezca un milagro han de encadenarse muchas maravillas, una de ellas, y no menor, sino muy importante, fue la faena de David de Miranda al tercero de la tarde que antecedió al prodigio. En otro mundo y en otro terreno, fue plena de expresión, de valor, de sinceridad y también de amor a la profesión más difícil y bella del mundo por quien lo ha tenido todo cuesta arriba. Citó David por gaoneras como si el capote fueran las alas de un ángel y haciéndonos partícipes de ese misterio, abrió las puertas del tiempo para que retornara el mundo antiguo hasta la plaza.

JMJ, Morante de la Puebla a la verónica con el toro que abrió plaza (3-VIII-2018)

Completando el lance




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