jueves, 3 de diciembre de 2020

¿Es Bécquer? Es Bécquer

Gracias a la pandemia estamos descubriendo nuevas horas y luces de la ciudad, ¿cuándo nos hemos visto un martes a las cuatro de la tarde en el barrio de San Lorenzo?

Vagaba yo por las largas calles rectas -San Vicente, Teodosio, Santa Ana-, calles sin más final que el horizonte, y lo inundaba todo una luz incorpórea e inasible, la del barrio más claro de Sevilla (para Romero Murube el más puro), doradas por la hora de miel y yerbabuena.

Había la certidumbre de un mundo más antiguo, con dureza en los muros y levedad en los balcones Discurría la vida a trotecito lento, como un ancho río que fluyera sin rápidos ni remolinos. No existía la prisa ni la pausa, parecía que hubieran apagado las corrientes eléctricas del mundo. 

Era el barrio a esta hora, cuando la luz se evapora pero alumbra y asombra esquinas y zaguanes, un escenario del siglo XIX.

Los amigos de los Bécquer, sus familiares y vecinos del barrio nos dirigíamos a la Casa de los Poetas, allí éramos todos conocidos de Gustavo y Valeriano. Han adelantado la hora de las sesiones y solo venimos los íntimos y antiguos de forma que parecía cada esquina un tableau costumbrista de Cabral Bejarano.

Preciosas las conferencias, dichas en otro siglo, pero escuchadas en este -¿o era al contrario?- lo increíble, sin embargo, sucedió a la salida y lo cuento en cursiva porque esta epifanía tuvo su propia vida dentro de la tarde, como un rayo de sol dentro de otro:

Una invisible gasa transparente velaba la visión del patio del claustro de Santa Clara por la galería que conduce a la gran escalera de acceso a las celdas

Tras la finísima imprimación del aire quedaban ante nuestros ojos las copas verde oscuro de los naranjos donde los arracimados frutos dorados y verdes parecían esculpidos en terracota vidriada. 

En la fronda pequeños gorriones de otro siglo saltaban de rama en rama con la errática trayectoria de las  golondrinas. Sobre la área visión de los árboles  a través de los arcos antiguos se elevaba, piedra y ladrillo, aplomo y ligereza, la espadaña del convento sumergida en la ingrávida luz de un sol invisible. 

Y se paró el tiempo. 

¿Cuántos siglos pasaron ante mí en la quietud de un instante que fue más largo que mi vida?

Quedaron suspendidos los sentidos y un eco remotísimo repetía aquella casi oración de Juan Ramón Jiménez por las calles de Sevilla: "¿Es Bécquer? ¿Es Bécquer?"

Como cuando dicen que ha pasado un ángel, pero no el ángel mortífero o terrible de Alemania, sino el ángel cristiano y venusino que hace palpitar los átomos del aire con su rumor de besos y batir de alas.

Cuando volví en mí yo ya no era yo, pero tampoco era otro, no sé si más sabio, más viejo o más loco.

Confundido alcé otra vez la vista hacia los cielos, pero todo se había desplomado, la arquitectura de la tarde se amoldaba a las sombras y yo deshice el camino de la gracia.

En la calle a lo lejos todavía vi su estela de vigilia y sueño.

Es Bécquer.


                      Anónimo sevillano. Homenaje a Bécquer. Museo Bellver. Casa Fabiola


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