Trueno profundo del mar, cuerno de bronce y viento, frontera de las blancas terrazas emparradas que hunden su túnica de lino en la marcha sin fin de las corrientes. En la barca amarrada, caparazón de madera podrida, corazón de molusco, el pulpo oscila como un ojo de agua, los ocho tentáculos la rosa de los vientos. He aquí el lugar propicio: bajo la glorificación de las adelfas y el presentimiento de las ciudades arrojaremos a la rada grandes bloques de piedra, aquí será la entrada y salida de las naves, aquí los volcanes de brea, la hoguera de la sílice. En el osario, sobre una calabaza henchida de agua dulce, el canto amarillo de la cigarra, su eco remoto y cereal, mientras las bestias sudorosas arrastran los frutos del océano: tinajas de salmuera, ánforas de vino, pecios de púrpura y cristal. ¡Oh los undosos y dorados bueyes del mediodía sin sombra, olas de músculo en la playa, -fíbulas, bocados, frontiles de plata, ¿quilla o yugo?- que desbaratan con sus pezuñas las prospecciones de los arqueólogos!
¿Quién dudará de que el gran poema épico del siglo XX con su anticipada declaración de derrumbes y desolaciones es "La tierra baldía", de T. S. Eliot? Y, sin embargo, el verdadero viento de la épica, atemporal, primitiva, salvaje, escrita en un lenguaje desconocido, incomprensible y nuevo, capaz de hablar directamente a todas las generaciones y razas de la humanidad, que sin entender nada lo comprenderán todo, está en la Poesía de Saint John Perse (1887-1975).
Perse: el poeta diplomático francés -embajador en China, como Claudel, ese otro gigante-, cuyo nombre en el mundo era Alexis Leger, ministro incluso de asuntos exteriores en el gobierno de Aristide Briand, fue capaz de mantener su creación poética incontaminada del mundo político y cultural del siglo, como una selva virgen.
Había nacido en la Isla de Guadalupe, en las Antillas Francesas, y esa visión primigenia del mundo no lo abandonó jamás a lo largo de sus múltiples viajes, fuente primordial de sus vastos conocimientos antropológicos, botánicos, geológicos. Fue en Pekín donde concibió su "Anábasis" que narra la fundación nómada de un mundo. Su memorable discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura, es justamente célebre, en él fundía Poesía y Ciencia en el mismo crisol espiritual.
Al poeta indiviso tócale atestiguar entre nosotros la doble vocación del hombre. Y esto es alzar ante el espíritu un espejo más sensible a sus posibilidades espirituales. Es evocar en el siglo mismo una condición humana más digna del hombre original. Es asociar, en fin, más ampliamente el alma colectiva con la circulación de la energía espiritual en el mundo… Frente a la energía nuclear, la lámpara de arcilla del poeta ¿bastará para este fin? -Sí, si de la arcilla se acuerda el hombre.
Y ya es bastante, para el poeta, ser la mala conciencia de su tiempo.
Si en lugar de la secuencia del ADN, de las descripciones anatómicas de la especie o de nuestras cartografías y cronologías, una civilización exterior encontrara los poemas de S. J. Perse, podemos afirmar, sin exageración, que se haría una idea más exacta de la epopeya del hombre.
Apoyándose en la prosodia alejandrina del francés, Perse crea un idioma nuevo, en el que asistimos, a la génesis inexplicable de un universo. Las imágenes arrastran nuestra conciencia como un viento cósmico, como un polen creador, pero lo que se cuenta no es la historia del universo, sino de nuestra larga estirpe, fundadora de ciudades en mitad de pantanos y desiertos.
(En el texto que antecede intentaba, ¡osadía!, emular como homenaje su inimitables procedimientos.)
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