El estrépito de la Hélade, la cereal cadencia de los
Evangelios o la grave resonancia de la Eneida están vedados a los simples
mortales que, como yo, hemos aplazado el aprendizaje de las dos lenguas más
vivas de la tierra, esto es, el griego clásico y el latín, a una improbable
vejez contemplativa.
Condenados a leer las traducciones, pálidos reflejos
cavernarios de una música milenaria, apenas atisbamos el fulgor de la antigua
belleza, y paseamos por los textos sagrados como por las ruinas, campos de soledad, mustio collado.
Hubo, hay, siempre habrá, felices escogidos que consagraron
lo mejor de su juventud al estudio de la lengua de Platón, a la música de
Ovidio, aún a sabiendas de las decrecientes perspectivas laborales reservadas a
los cultivadores del espíritu.
De los estragos que la enseñanza reglada de las lenguas
clásicas ha producido sobre la ilusión de los
filólogos trata este valiente libro de Carlos Martínez Aguirre (Madrid,
1974).
Carlos Martínez Aguirre es un poeta excelente, al que valió
un solo libro, “La Camarera del cine Doré y otros poemas” (Accésit, Premio
Hiperion, 1997) –acaso el mejor fruto de este galardón- para situarse en el
centro de un mapa poético que él, incansable buscador de la verdad, eludió en
pos de un destino más alto: la docencia del griego y el latín, con el afán constante de poder leer y hablar en estas lenguas, y aun en arameo.
Este libro, que no debería faltar en la biblioteca de los
filólogos de cualquier especie babélica, es la crónica cruda y sentimental de
este proceso de aprendizaje que podría leerse incluso como una Bildungsroman en la que, solo muy avanzada ya su formación, el autor encuentra la
verdad en las propuestas pedagógicas del Método Ørberg, un sistema conductivo-conductual o de inmersión lingüística.
Decíamos que es un libro valiente, pues la principal tesis
del autor es que tras años de estudio esperando el momento en que le fueran
reveladas la lengua de Grecia y Roma, ha de reconocer su incompetencia como
lector y hablante.
El filólogo clásico se encontraría tan perdido como nosotros
en el bosque de ruinas, auxiliado solo por esa suerte de microscopio que es el
diccionario y esa especie de telescopio que es la sintaxis, prótesis
insuficientes.
No habría sido siempre así, la catástrofe se perpetró a
principios del siglo XX, cuando el latín y el griego desaparecen de la
universidad y re-entran por la puerta grande de los estudios elitistas de marca
prusiana (Von Humboldt). Por otra parte el Concilio Vaticano Segundo, al dar la
puntilla al latín macarrónico, acabó con dos milenios de Verdad y Belleza.
Al respecto sabemos, por
haberlo leído en las biografías de Rimbaud, que en la Instrucción
Pública Francesa del siglo XIX, los niños componían de forma regular hexámetros
en latín, algo impensable con los métodos pedagógicos posteriores.
No sucede así con otros idiomas “vehiculares”. Es al
respecto muy interesante la hipótesis planteada por Martínez Aguirre respecto
al aprendizaje del Griego Moderno, desmontando ese lugar común que es el
considerar la lengua actual de los castigados padres de Europa como algo ajena
al esplendor del idioma clásico.
Asombra el amor por la Filología de Martínez Aguirre y como, de salto en salto,
de Grecia a Francia y de Francia a Roma, el autor va encontrándose cada vez más
cerca de su objetivo, incluyendo las delirantes sesiones del círculo de
latinistas de Madrid o la puesta en práctica con sus alumnos -CMA es profesor
en un IES en Guadalajara- de las técnicas descubiertas con resultados
asombrosos… o no tanto.
El libro, decíamos, es también una crónica sentimental,
CMA, como buen poeta, tiene la gracia del bien contar y la descripción de su
paso por la EGB, el BUP, la Selectividad o la Universidad tienen el halo de la
época, que sabe trazar con mínimos y ágiles trazos, regalándonos momentos de
humor y feliz melancolía.
"La extraña odisea" es, en definitiva, una reflexión necesaria
sobre la Educación, primero y sobre la enseñanza de idiomas después. Yo invito
a leerla a todos aquellos ingenieros que tampoco han lanzado un satélite al
espacio, a tantos médicos de familia que tiemblan si su paciente tiene algo más
que un simple dolor de garganta y a aquellos abogados que nunca han pisado un
juicio.
Porque esta odisea es, por desgracia, más común de lo que parece.
3 comentarios:
Me parece raro y encantador oír a un ingeniero lamentar no conocer la lengua de Homero. SIempre ha ocurrido lo contrario: que los que me veían traducir a HOmero no se cansaban de decirme lo inútil que era esa tarea. Buscaré el libro de mi colega.
Gracias, Jesús, nunca pudo parecerme inútil por cuanto mi madre es filóloga clásica y profesora de griego.
...y en mi carrera usábamos más letras griegas que los de griego, según parece :-)
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