jueves, 13 de junio de 2013

La extraña odisea de Carlos Martínez Aguirre


El estrépito de la Hélade, la cereal cadencia de los Evangelios o la grave resonancia de la Eneida están vedados a los simples mortales que, como yo, hemos aplazado el aprendizaje de las dos lenguas más vivas de la tierra, esto es, el griego clásico y el latín, a una improbable vejez contemplativa.

Condenados a leer las traducciones, pálidos reflejos cavernarios de una música milenaria, apenas atisbamos el fulgor de la antigua belleza, y paseamos por los textos sagrados como por las ruinas, campos de soledad, mustio collado.

Hubo, hay, siempre habrá, felices escogidos que consagraron lo mejor de su juventud al estudio de la lengua de Platón, a la música de Ovidio, aún a sabiendas de las decrecientes perspectivas laborales reservadas a los cultivadores del espíritu.

De los estragos que la enseñanza reglada de las lenguas clásicas ha producido sobre la ilusión de los  filólogos trata este valiente libro de Carlos Martínez Aguirre (Madrid, 1974).

Carlos Martínez Aguirre es un poeta excelente, al que valió un solo libro, “La Camarera del cine Doré y otros poemas” (Accésit, Premio Hiperion, 1997) –acaso el mejor fruto de este galardón- para situarse en el centro de un mapa poético que él, incansable buscador de la verdad, eludió en pos de un destino más alto: la docencia del griego y el latín, con el afán constante de poder leer y hablar en estas lenguas, y aun en arameo.

Este libro, que no debería faltar en la biblioteca de los filólogos de cualquier especie babélica, es la crónica cruda y sentimental de este proceso de aprendizaje que podría leerse incluso como una Bildungsroman en la que, solo muy avanzada ya su formación, el autor encuentra la verdad en las propuestas pedagógicas del Método Ørberg, un sistema conductivo-conductual o de inmersión lingüística.




Decíamos que es un libro valiente, pues la principal tesis del autor es que tras años de estudio esperando el momento en que le fueran reveladas la lengua de Grecia y Roma, ha de reconocer su incompetencia como lector y hablante.

El filólogo clásico se encontraría tan perdido como nosotros en el bosque de ruinas, auxiliado solo por esa suerte de microscopio que es el diccionario y esa especie de telescopio que es la sintaxis, prótesis insuficientes.

No habría sido siempre así, la catástrofe se perpetró a principios del siglo XX, cuando el latín y el griego desaparecen de la universidad y re-entran por la puerta grande de los estudios elitistas de marca prusiana (Von Humboldt). Por otra parte el Concilio Vaticano Segundo, al dar la puntilla al latín macarrónico, acabó con dos milenios de Verdad y Belleza.

Al respecto sabemos, por  haberlo leído en las biografías de Rimbaud, que en la Instrucción Pública Francesa del siglo XIX, los niños componían de forma regular hexámetros en latín, algo impensable con los métodos pedagógicos posteriores.

No sucede así con otros idiomas “vehiculares”. Es al respecto muy interesante la hipótesis planteada por Martínez Aguirre respecto al aprendizaje del Griego Moderno, desmontando ese lugar común que es el considerar la lengua actual de los castigados padres de Europa como algo ajena al esplendor del idioma clásico.
  
Asombra el amor por la Filología de Martínez Aguirre y como, de salto en salto, de Grecia a Francia y de Francia a Roma, el autor va encontrándose cada vez más cerca de su objetivo, incluyendo las delirantes sesiones del círculo de latinistas de Madrid o la puesta en práctica con sus alumnos -CMA es profesor en un IES en Guadalajara- de las técnicas descubiertas con resultados asombrosos… o no tanto.

El libro, decíamos, es también una crónica sentimental, CMA, como buen poeta, tiene la gracia del bien contar y la descripción de su paso por la EGB, el BUP, la Selectividad o la Universidad tienen el halo de la época, que sabe trazar con mínimos y ágiles trazos, regalándonos momentos de humor y feliz melancolía.

"La extraña odisea" es, en definitiva, una reflexión necesaria sobre la Educación, primero y sobre la enseñanza de idiomas después. Yo invito a leerla a todos aquellos ingenieros que tampoco han lanzado un satélite al espacio, a tantos médicos de familia que tiemblan si su paciente tiene algo más que un simple dolor de garganta y a aquellos abogados que nunca han pisado un juicio.


Porque esta odisea es, por desgracia, más común de lo que parece.



3 comentarios:

Jesús Cotta Lobato dijo...

Me parece raro y encantador oír a un ingeniero lamentar no conocer la lengua de Homero. SIempre ha ocurrido lo contrario: que los que me veían traducir a HOmero no se cansaban de decirme lo inútil que era esa tarea. Buscaré el libro de mi colega.

José María JURADO dijo...

Gracias, Jesús, nunca pudo parecerme inútil por cuanto mi madre es filóloga clásica y profesora de griego.

José María JURADO dijo...

...y en mi carrera usábamos más letras griegas que los de griego, según parece :-)

 
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