Era la clase de muchacha a la que uno hubiera llevado a
patinar al Stadtpark. ¿Por qué estaba en la casa? Grandes rizos negros, como ramas de
sauce colmadas, caían sobre sus hombros blancos y altivos. No era como las
otras. No había en ella la mueca estridente y pintarrajeada de la muñeca rota, ni
exhalaba el perfume carnoso de las orquídeas podridas. La pianola taladraba las
paredes tapizadas de raso y el Bello
Danubio Azul amenazaba con inundar la habitación, arrastrado por la trepidante
locomotora de las teclas.
-¿Bailamos?
Por un momento pensó en Hermine, a la que hacía apenas una hora
había despedido en el recibidor de la planta noble de su mansión de la Ringstrasse
como todos los domingos. La bella y voluptuosa Hermine cuya larga cabellera
rubia iba enhebrando miradas como la estela de un cometa cuando patinaban
juntos. Hermine, un gatito que se ovillaba con cada golosina que recibía, tan fría como caprichosa.
-¿También a ti te doy miedo?
Un perfume de violetas umbrías inundaba la estancia. En
algún lugar del corazón algo había sellado una compuerta. A lo lejos, pero no
sabría decir dónde, unos amantes huían a caballo por un bosque en penumbra como
en un cuento de los hermanos Grimm.
-Yo tampoco soy la muchacha que buscas, anda, corre las cortinas.
A lo lejos, el tejado y la aguja de la Catedral de San
Esteban se veían cubiertas por un manto de armiño. Nevaba. Nevaba como nieva
siempre que miramos esta vieja etiqueta de un frasco de colonia o la caja antigua de latón, quizá de bombones o de galletas danesas, donde unos patinadores de hace un siglo se deslizan tristes y fugaces.
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2 comentarios:
Vaya. Qué bella historia has entresacado de un material tan poco noble como el latón.
Un abrazo.
El material con el que se fabrican los sueños de domingo. Abrazos. Muchas gracias, Fernando.
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