Un remoto coro de voces infantiles contaba hasta cien mientras yo me perdía entre los setos de boj, más allá de la oscura hilera de cipreses. No quería defraudarlos y cuando llegué a la acequia seguí corriendo con todas mis fuerzas procurando ocultarme entre los carrizos. De cuando en cuando aún me sobresaltaba alguna voz, pero la algarabía sonaba cada vez más distante. ¿Por qué me habrían invitado con tanto entusiasmo a jugar con ellos si a menudo me hacían burla o me rehuían? Recuerdo que entonces no lo pensé: yo me sentía feliz de que me hubieran aceptado en sus corrillos e incluso concedido el privilegio de ser la primera en buscar un escondite. Casi tambaleándome por la tortuosa senda del agua llegué a un molino en ruinas y allí me refugié, segura de que no me encontrarían hasta que yo no saliera. Pero nadie venía y ya no se oía nada que no fuera el chapoteo de los animales silvestres. Entre aquellas paredes hacía un frío húmedo y pronto caería la noche. Quizá me quedé dormida, entre tinieblas vi las amarillentas sombras de unas antorchas y oí un eco muy apagado de voces que repetían mi nombre. A la mañana siguiente creo que comí mi primer pájaro crudo aunque no es esta mi única dieta: en otoño, si no hiela antes, salen unas bayas moradas y abundantes en los arbustos, son dulces, pero no sé cómo se llaman. Con estos guijarros afilados como cuchillos también me corto los cabellos. De cuando en cuando se oye el tiro suelto de un cazador o los jadeos de alguna pareja extraviada. Salen siempre corriendo si acaso llegan a verme. Aunque ya casi nadie se acerca. Algunas veces me despiertan en sueños sonidos de otro mundo que me llaman llorando, como en un susurro. Pero no son las voces de los niños y yo solo los espero a ellos.
“El mundo de Cristina” Andrew Wyeth |
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