El
azahar de todas las rusias impera en callejas y patios. Ungida por la nieve, la
ciudad narcótica alza las cúpulas de sus naranjos al ortodoxo cielo de la plaza.
Aún penden de las ramas los luminosos frutos como esmaltados huevos de Fabergé,
pero pronto la noche blanca anunciará la aurora sobre el farallón de ladrillo
rosa cortado a plomo en San Basilio. La iglesia del Divino Salvador hará tañer
la balalaika inmensa de su fachada y tronarán los campanarios de la estepa:
mañana se va abrir la gran puerta de Kiev y a lomos de un pollino el Cristo de
la taiga bendecirá desde la rampa del icono la tierra colmada de almendros en
flor.
Y acaso la belleza salve al mundo.[1]
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