miércoles, 16 de septiembre de 2015

Los cuatro Evangelistas



Jordaens, "Los cuatro evangelistas": Museo del Louvre

Más de treinta años después he vuelto a leer los Evangelios, ¿lo había hecho alguna vez? No estoy seguro, quizá no. Ahora lo he hecho despojado de retórica sagrada, como quien lee un reportaje, pero con las albardas cargadas de años de lecturas y más allá de la mitad del camino de la vida. Algo así como un experimento, a ver qué sucedía.

No salgo de mi asombro.
  
Lucas era un poeta, había leído a Homero, las figuras de su Evangelio, los ángeles y ejércitos celestes, guardan la expresión de los héroes clásicos. Escribe para las almas cándidas que al caer de la tarde deambulan por ciudades populosas deslumbradas por ágoras inmensas en cuyos pedestales las estatuas de mármol aguardan la tempestad del desierto. Lucas pone un ramo de azucenas en las manos de Diana y una corona de espinas en la frente de Apolo, pinta de azul a la Diosa Blanca, preludia la Buena Nueva de Murillo, la gracia  sentimental de la Iglesia Triunfante.

Mateo era judío, de la estirpe errante de los talmudistas. Como un aplicado recaudador asienta cada hecho atento a las suspicacias de un pueblo milenario con el que ha regateado cada cabeza de cordero, cada celemín del trigo que ahora rebosa de sus manos. Lo fascina la pompa del Templo y lo aterra la toga de los romanos. Nos aflige atisbar un principio de duda en su escritura cuando refiere los tratos que siguen a la dilución del Cuerpo, pero es un hombre sincero, aunque miedoso. Acude todavía a la sinagoga el sábado, pero se queda en la puerta, bajo la sombra de una higuera  meditando la Ley y predicando a los niños el Final de los Tiempos.

Juan estaba loco, loco como Van Gogh o como Hölderlin. Tenía el don de mirar al sol sin quedar ciego, podía escuchar la rotación de los planetas. En su escritura alienta el Espíritu que aletea sobre la superficie de las aguas. Los antiguos daban a estos hombres el nombre de profetas. Aguantó la mirada de la Bestia en el altar de Pérgamo y anunció a los cuatro vientos la destrucción del Cosmos que había sido forjado en la Palabra. Habló con Pablo en Éfeso y le contagió su locura. Sabía que los hechos de Dios eran innúmeros e intento imaginar un Aleph para abarcarlos. Viejo y adormecido los hombres se acercan a él para interrogarle como a un Oráculo. No lo entienden, pero saben que Cristo lo amó más que a ninguno.

¿Quién era Marcos? Él mismo nos lo dice: en el tumulto de Getsemaní hay un muchacho de Betania que huye entre los olivares, apenas cubierto por una sábana. Su Evangelio es el más breve, también el más sencillo. Se vislumbra en sus capítulos la voz envejecida de Pedro, el pescador analfabeto e iracundo, incapaz de mentir, como la de un abuelo venerable que narrara a los nietos las aventuras de su juventud. Y es tan conmovedor cómo posa su mirada ante las circunstancias más humildes -una multitud que desborda una playa, una camilla que desciende por los tejados de una choza de adobe- que es imposible no asumir que la redacción de este niño grande, con su vocabulario pobre y su sintaxis de parvulario griego, apenas capaz de dar noticias de la historia más grande jamás contada, levanta un testimonio irrefutable de verdad  y belleza.


Pienso que en todo esto hay un misterio infranqueable, humano, literario y divino. Hagan la prueba. Ahora solo quisiera tener la sencillez de los Evangelios para añadir, como Pilatos, “no encuentro delito en estos hombres”.


Dijeron la verdad, pero ¿qué es la verdad?

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