Capítulo IV: aquí
Capítulo III: aquí
Capítulo II: aquí.
Capítulo I: aquí.
No quiso encender las luces, pero yo
podía por fin admirar su rostro de cerca, en la intermitente penumbra de la
habitación, junto a los amplios ventanales que se asomaban a la fachada
principal del edificio y que ella no había dejado de vigilar desde que
traspusimos el umbral de la puerta.
Grandes bucles negros caían sobre sus
hombros descubiertos, aún llevaba el traje verde, pero había arrojado la
chaquetilla sobre la cama. A pesar de la oscuridad, o quizá precisamente por
ella, sus ojos resplandecían, verdes también
como esmeraldas. La alegre ligereza que yo había podido observar al
principio de la función o la despreocupada naturalidad con la que me había
agregado hacía un instante al cuerpo consular colombiano había dado paso ahora
a un semblante serio, aunque no menos bello. Investida de una dignidad remota,
hubiera sido imposible precisar su edad, no su elegancia. Tras una larga y
meditada pausa, y siempre con la mirada fija en el exterior, se dirigió a mí en
un tono distante, casi imperativo y no exento, sin embargo, de dulzura:
-Recordará que en el teatro habíamos
dejado una pregunta sin respuesta, ¿quiere saber realmente a qué ha venido
usted a Sevillla? Sin duda me ha visto acompañada del General Astray y de
otros hombres importantes de las fuerzas armadas. No hace un rato ha
estado departiendo amigablemente con algunos de ellos que no han dejado de
vigilarlo desde que puso el pie en la ciudad. Debe saber que, con el pretexto
del homenaje literario de mañana, el gobierno de su país le ha encomendado una
misión y no precisamente menor, pues involucra la seguridad y prosperidad de nuestros imperios.
Abandonada, pues, toda esperanza erótica,
que en cualquier caso yo había fiado solo a mi naturaleza ensoñadora y lírica, es
decir, a la nada; seguí escuchando asustado y atónito, mientras hacía por
servirme una copa de tembloroso coñac de la brillante licorera de la suite.
-Sí, ha oído bien: imperios. Es otra
vez la hora de las grandes naciones y las ideas fuertes. Japón pronto sojuzgará a la
China y luego a toda el Asia. En Rusia los soviets avanzan imparables hacia el Sur y el Oeste desde hace una década. La Italia de Mussolini es solo la punta de lanza de algo más grande aún por suceder en Europa. Y la brillante democracia de los decadentes gringos, como por otra parte ningún
servicio secreto ignora, está a punto de
sucumbir, en apenas dos semanas, al mayor cataclismo de su historia[1]. Sería un grave error desaprovechar esta nueva oportunidad que se ofrece a nuestras oprimidas
naciones. ¿Cómo decía el himno de Darío que ustedes recitarán mañana? Ah, sí:
Siéntense sordos ímpetus en las entrañas del mundo,
la inminencia de algo fatal hoy conmueve la Tierra;
fuertes colosos caen, se desbandan bicéfalas águilas.
la inminencia de algo fatal hoy conmueve la Tierra;
fuertes colosos caen, se desbandan bicéfalas águilas.
Ciertamente eran los versos
centrales de “La Salutación del Optimista” y, hasta donde yo podía saber, nadie en su sano juicio les habría concedido
ningún valor como programa político, tan alejado por otra parte del
escepticismo católico e ibérico del bueno de Rubén. Lo previsto mañana era que en el monolito en
su honor figurasen las palabras iniciales del poema: “Ínclitas, razas, ubérrimas, sangre de Hispania fecunda,espíritus fraternos, luminosas almas, ¡salve!”
y que, después de leer algunos discursos en su honor, recitar otros poemas y colocar una corona de laurel y un ramo de flores, nos
fuésemos a celebrarlo con un buen vino y una comida pantagruélica a la Venta de Antequera, a ser
posible acompañados de ligeras muchachas gitanas y breves abanicos flamencos en los que anotar galanterías, como a él
le hubiera gustado.
Azuzado por los nervios yo no tenía la mente fresca para repasar, mientras contemplaba hablar a aquella hermosa criatura, las azarosas circunstancias que habían determinado mi presencia en el homenaje, pero, tras la explosiva noche que llevaba, estaba dispuesto a creerlo todo y me empecé a temer lo peor, así que, lógicamente, me serví otra copa.
Azuzado por los nervios yo no tenía la mente fresca para repasar, mientras contemplaba hablar a aquella hermosa criatura, las azarosas circunstancias que habían determinado mi presencia en el homenaje, pero, tras la explosiva noche que llevaba, estaba dispuesto a creerlo todo y me empecé a temer lo peor, así que, lógicamente, me serví otra copa.
-No debería beber. Está usted
llamado a un alto destino. ¿Habré de recordarle como sigue el poema?
Un continente y otro renovando las viejas prosapias,
en espíritu unidos, en espíritu y ansias y lengua,
ven llegar el momento en que habrán de cantar nuevos himnos.
en espíritu unidos, en espíritu y ansias y lengua,
ven llegar el momento en que habrán de cantar nuevos himnos.
-No querría confundirlo en cualquier
caso, ni que interprete mal su papel o el mío en esta obra. ¿Conoce usted la
Historia de la Gran Colombia? ¿Le dice algo el sitio de Santafé de Bogotá o la
batalla de Boyacá? ¿Acaso la leyenda de
El Dorado? Quizá si empezamos por aquí será más fácil para ambos. ¿Se fijó usted en cómo
desparecieron mis joyas?
[1]
El 24 , el 28 y el 29 de octubre de 1929 se
sucedieron respectivamente el jueves, lunes y martes negro en la Bolsa de
Nueva York
La Gran Colombia, 1820 |
Bernard Herrmann - Vertigo BSO
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