jueves, 24 de diciembre de 2015

Cuentos de Jerusalén (III)


[III]

Cuento de Navidad

El extranjero golpeó tres veces la puerta, cada vez más fuerte, pero nadie salía a recibirlo. Aquella era su última esperanza de encontrar albergue. En vano había visitado todas las posadas del barrio viejo. Un enjambre de peregrinos ocupaba hasta la última de las habitaciones y se esparcía por los corrales y establos. En la ciudad no cabía un alfiler. Atardecía y hacía frío. Enfermo, exhausto y viejo, no hubiera podido sobrevivir una noche más a la intemperie. Alzó la vista al cielo, sucio y oscuro, sin estrellas. Aún recordaba su fulgor, pero había perdido la cuenta de los años que duraba ya su travesía. Una noche, extraviado en las profundas soledades del desierto de Arabia, bajo una implacable tormenta de arena y angustiado por una sed extrema, a punto había estado de poner fin a su viaje por su propia mano. Pero entonces el astro había caído en su interior alumbrando las cavernas de su alma.  Después de aquella hora había padecido el robo, la prisión y la tortura, pero nada lo había inquietado hasta el día hoy cuando, tras cruzar la puerta de David, la oscuridad había hecho nido en su corazón. Volvió a llamar y una voz surgió de lo profundo de la casa:

-En el letrero dice que no hay posada, ¿a quién buscáis?

-Vos lo sabéis mejor que yo

-Marchaos extranjero, la locura se instaló en estas habitaciones cuando dimos morada a vuestros hermanos de raza y la sangre inocente se derramó por su causa. Yo mismo hube de enterrar el cadáver de mi hijo y tres días después el de mi mujer. ¡Fuera de aquí!

-Lo comprendo y os suplico perdón por ello, en mi nombre y en el suyo. Me marcho ya, pero aceptad antes mi ofrenda.

El posadero abrió la arquilla de mirra perfumada que aquel hombre negro, anciano y corpulento le extendía.

-¿Acaso sois el ángel de la muerte?  ¿A quién habremos de embalsamar en esta hora?

-Vos lo sabéis mejor que yo.

Justo en ese instante el suelo se estremeció a sus pies y todo se oscureció más, hasta casi hacerse de noche. Frente a ellos un barrio completo yacía sepultado y, un poco más lejos podían divisar ahora, alumbradas por una estrella solitaria, tres cruces sobre el monte que llaman de la Calavera.

Doré: los Reyes Magos

NOTA BENE: [Debemos a Henry Van Dyke (1852-1933) el relato de Artabán, el cuarto Rey Mago ]

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