[III]
Cuento de Navidad
El extranjero golpeó tres veces
la puerta, cada vez más fuerte, pero nadie salía a recibirlo. Aquella era su
última esperanza de encontrar albergue. En vano había visitado todas las posadas del
barrio viejo. Un enjambre de peregrinos ocupaba hasta la última de las habitaciones y se esparcía por los corrales y establos. En la ciudad no cabía un
alfiler. Atardecía y hacía frío. Enfermo, exhausto y viejo, no hubiera podido sobrevivir una noche más a
la intemperie. Alzó la vista al cielo, sucio y oscuro, sin estrellas. Aún
recordaba su fulgor, pero había perdido la cuenta de los años que duraba ya su
travesía. Una noche, extraviado en las profundas soledades del desierto de
Arabia, bajo una implacable tormenta de arena y angustiado por una sed
extrema, a punto había estado de poner fin a su viaje por su propia mano.
Pero entonces el astro había caído en su interior alumbrando las cavernas de su
alma. Después de aquella hora había padecido
el robo, la prisión y la tortura, pero nada lo había inquietado hasta el día hoy cuando, tras cruzar la puerta de David, la oscuridad había
hecho nido en su corazón. Volvió a llamar y una voz surgió de lo profundo de la
casa:
-En el letrero dice que no hay
posada, ¿a quién buscáis?
-Vos lo sabéis mejor que yo
-Marchaos extranjero, la locura
se instaló en estas habitaciones cuando dimos morada a vuestros hermanos de raza y la sangre inocente se derramó por su causa. Yo mismo hube de enterrar el
cadáver de mi hijo y tres días después el de mi mujer. ¡Fuera de aquí!
-Lo comprendo y os suplico perdón
por ello, en mi nombre y en el suyo. Me marcho ya, pero aceptad antes mi ofrenda.
El posadero abrió la arquilla de mirra perfumada
que aquel hombre negro, anciano y corpulento le extendía.
-¿Acaso sois el ángel de la muerte?
¿A quién habremos de embalsamar en esta
hora?
-Vos lo sabéis mejor que yo.
Justo en ese instante el suelo se
estremeció a sus pies y todo se oscureció más, hasta casi hacerse de noche. Frente
a ellos un barrio completo yacía sepultado y, un poco más lejos podían divisar
ahora, alumbradas por una estrella solitaria, tres cruces sobre el monte que llaman de la
Calavera.
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