Capítulo VII: aquí
Capítulo VI: aquí
Capitulo V: aquí
Capítulo IV: aquí
Capítulo III: aquí
Capítulo II: aquí.
Capítulo I: aquí
Un ruido atronador,
como el derrumbe de un edificio, me atravesaba el cráneo a intervalos regulares
mientras mi conciencia pugnaba en vano por evadirse del sueño profundo en que lo
habían sumido los mágicos vapores de la noche anterior. Cuando al fin pude desasirme de aquella
pesadilla cíclica me resultó imposible identificar el lugar donde me hallaba. Un
catre de hierro riguroso, como de convento u hospital, y un suelo ajedrezado,
de baldosas toscas y pequeñas, sobre el que una luz muy blanca, pero ya alta,
daba saltos de caballo tras unos visillos breves, no invocaban,
precisamente, la aparatosa puesta en
escena de los aposentos del Alfonso XIII. Aturdido por la resaca me asomé a
la ventana a tomar aire justo en el instante en que, accionado por un ignoto
resorte, se volvía a repetir el estrépito que me había despertado. Un carrusel enorme
pasaba a la altura de mi habitación, de alguna forma el “cuerpo consular” colombiano
se las había arreglado para instalarme en uno de los austeros hoteles de servicio para
los trabajadores de la Exposición y yo debía de estar ahora en el recinto del
parque de atracciones, frente a la célebre montaña rusa donde hasta la Reina
Victoria Eugenia había disfrutado de un augusto pase.[1]
Miré el reloj y
nuevamente el mundo se desmoronó al compás de los carritos alpinos: según el
programa oficial de actos el homenaje a Rubén Darío, única razón contrastada de
mi viaje, había empezado hacía media hora. A la vista de la distancia entre el lugar del
evento y el hotel, conforme al plano de la guía oficial, que alguien había tenido
la bondad de dejar abierto junto a mi cama con cuatro puntos marcados en rojo,
yo debía abandonar cualquier esperanza de llegar a tiempo. A pesar de todo, y
para intentar salvar el honor de nuestra congregación literaria, me eché un
vaso de agua en la cara, me atusé el pelo y mitigué como pude las maltrechas
arrugas de mi traje, castigado por la noche de pendencias y destemplanzas. Salí
corriendo a la calle. Frente a un sol prodigioso me perdí a toda velocidad en
un laberinto de pagodas chinas, de toboganes de agua, de fantásticos tiovivos y
galerías de espejos y palacios tropicales que celebraban al unísono, de manera jubilosa
y palpitante, el día de la Raza. Finalmente, y tras recorrer no menos de la
mitad de la kilométrica avenida principal de la Exposición dejando a uno y otro
lado los exóticos pabellones coloniales, alcancé a atisbar a la banda municipal
que se alejaba al paso tocando pasodobles y marchas militares.
Luego leí en la
prensa que el niño Andresito Hurtado, con "atiplada y bella" dicción, había
recitado de memoria la “Salutación del Optimista” arrancando el aplauso unánime
de los asistentes y que todos los próceres, locales y panamericanos, con sus
bandas cruzadas, sus fajines de raso, sus escarapelas y espadines, sus entorchados, se
habían mostrado muy ufanos de la categoría y dignidad del acto que otorgaba a
la poesía de Darío el lugar que por “derecho propio” merecía en el glorioso
parnaso de la lengua de Cervantes.
Recuerdo que
entonces, exhausto por la carrera, frente a aquel monolito de piedra caliza y
mármol laureado con guirnaldas de frutos y flores esculpidas, pensé en la gloria
literaria: frente a mí, una gitana vieja robaba las flores de las coronas para
revenderlas luego, a la noche, a los señoritos que las prenderían en los senos
de sus queridas en las tugurios iluminados por lámparas de acetileno[2]. Nos miramos a los ojos. Sin duda ella se reía de mí,
de mi facha esmirriada y paliducha, coronada por unas gafas de culo de botella.
¡Otro que escribe versos! – se diría-. A lo lejos se desvanecían los trombones
y timbales, luego, fuese y no hubo nada.
Bueno, nada del todo,
tampoco, tenía el plano y cuatro puntos
marcados en rojo sobre él: el monumento a Rubén y el hotel de donde había
venido corriendo, estos dos sin más indicaciones; luego figuraban el
Monte Gurugú en el parque de María Luisa y, por último, el Pabellón de Colombia,
en cada uno de estos aparecían anotadas las siguientes horas, 23:30 y 23:59. En el último, además, estaba tachada
la palabra “Colombia” y en su lugar figuraba, en trazo grueso, “Cundinamarca”.
[1] Por razones
no bien esclarecidas el descubridor de este manuscrito lo encontró en el arcón
de un piso de estudiantes en la actual
calle de Chaves Rey en Sevilla, ubicado casi enfrente del hotel, aún en pie y convertido en bloque de viviendas,
donde discurre esta parte de la historia. Al parecer iba dentro de un sobre sin
remitente y todavía sin abrir, con sello de Madrid y fecha de entrada en
correos de mayo de 1968. No es insensato suponer que un cambio de numeración
diera lugar a la confusión en la entrega, pero por qué y para qué quiso el
autor que la historia retornara a su geografía inicial, carece de explicación o
al menos nosotros no se la hemos encontrado (N. del E.)
[2] Cfr:
Flores de las
tinieblas. Villiers de L'Isle Adam
Montaña rusa y parque de atracciones, Expo 29 |
Tema original de "El tercer hombre" por los Indios Tabajaras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario