lunes, 15 de abril de 2019

Domingo de Ramos de Luz

Ayer comprendimos por qué Juan Ramón Jiménez designó a Sevilla con ese lema tan aparentemente ajeno a su esencia como es "ciudad de nácar y espumas". Me lo recordaba Rocío mientras intentábamos elucidar el enigma de la luz de la tarde del Domingo de Ramos cuando las espadañas, los cielos que ganamos, la Giralda o la Catedral, parecían estar pintados a la acuarela: colores desvaídos o pastel, sin saturación ni estridencias, mientras apurábamos un helado primerizo con el que conjurar el sol ignaciano (Roma triunfante) que nos doblegaba. Juan Ramón Jiménez, asiduo contemplador de los atardeceres lentos de la ciudad desde el limbo o mirador de los pintores al poniente de la calle Gerona, habría observado cómo algunos días de primavera el buril de la luz cedía su intensidad al doblar las cinco de la tarde y cómo la ciudad, ahora sí, espumosa y de nácar, era cubierta por un cendal de bruma que adelgazaba todo el perfil del aireAsí, mientras paseábamos primero bajo la luz tamizada de sombras del parque que encendía la blancura deslumbrante de la virgen de la Paz o más tarde luego, bajo la luz caliente -espesa- que caldeaba los terciopelos y dalmáticas moradas -día catorce de abril en San Jacinto, Estrella republicana- pudimos observar cómo progresivamente los colores se apagaban, pero sin perder un átomo de su belleza, antes al contrario, la estridencia barroca cedía el paso a la dulzura romántica y a la sublimación del espíritu en formas delicadas y armónicas.Las marchas se volvían más melancólicas y todo asumía un tono más natural y verdadero, -Jesús de las Penas, apenas entrevisto entre el sol y el humo, meditativo en un sudario de incienso trianero-.

Hasta el río era más ancho y en lugar de la Calle Betis al otro lado del agua parecía que viéramos el Delft de Veermer.

Así fue el domingo de ramos, de ramos de luz no usada.

Imagen relacionada
Vista de Triana por Vermeer



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