domingo, 28 de septiembre de 2008

Las faltas consentidas

¿Quién no ha sido sancionado alguna vez con una multa de tráfico absurda, pero indiscutible? Como el dinosaurio de Monterroso, cuando hemos regresado a la escena del crimen, la señal estaba todavía allí, lo mismo que un faro, antes escondido, alumbrando nuestro error. Y sin embargo, aunque este tipo de castigo es siempre recurrible -para ahogarlo en su burocracia y hacer expirar los plazos- debería ser posible hacer alegaciones que, sin merma de nuestra culpa, al menos nos exoneraran de la pena, con la sensata esperanza, incluso, de que se modifiquen las irracionales disposiciones que, una y otra vez, hacen fácil el trabajo de la policía, con su caladero de infracciones, su bien cebada trampa para incautos. La primera consecuencia de estos castigos ejemplares no es solo mi permanente sospecha y búsqueda de las temidas rayas amarillas, sino mi concienzuda determinación de cumplir la ley kafkianamente aun a riesgo de dejar el coche más lejos todavía que del lugar de partida, con el consiguiente beneficio para mis estáticos michelines y el permanente apremio de un retraso seguro. Por eso me incomodan las circunstancias especiales en las que la autoridad hace la vista gorda para esconder su impotencia para el control viario. Las faltas consentidas. Circunstancias que se repiten cíclicamente, como en el caso de los eventos deportivos o las ferias locales. Resulta que entonces sí es admisible una infinita hilera de coches desalineados en múltiples filas, impidiendo el tránsito, lo justifica una causa mayor, el bien de la mayoría. Pero las leyes han de ser justas y no variables. Sucede, además, que en estos casos nunca se publica un bando dando aviso de la amnistía temporal, sino que suele proceder de la costumbre. Estas faltas consentidas, esta dejación de funciones, nos deberían permitir enarbolar en todas las ocasiones cualquier justificación personal que permitiera un aparcamiento libre y gratuitito y, en consecuencia, la absoluta abolición de cualquier pena, apoyados en el incuestionable argumento del bien individual circunstancial. Creo que este ejemplo ilustra bien los injustos conflictos que se derivan de la aplicación arbitraria del Derecho Escrito y del Derecho Consuetudinario, mientras ejercemos el Derecho al Pataleo con el temido papel rosáceo en la mano o la vista perdida en un horizonte de feroces grúas. Adiós a las multas y viva la Jurisprudencia.

1 comentario:

alelo dijo...

Si es que hoy ponen multas a cualquiera, sea peatón, conductor o persona mismo.

¡Qué paíss!

Por cierto, un amigo mío que estudió Derecho y que se colegió como abogado hace tanto que ni se acuerda me ha dicho que las multas sí pueden ser absurdas, pero no indiscutibles. Todas hay que discutirlas, aunque no tengamos razón.

Un abrazo y nos vemos en la Sierra.

 
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