Ayer por la mañana el correo había traído las partituras encargadas en Ljubljana, hacía meses que las estaban esperando.
No las acercó a la casa el arriero Yehuda porque era Sábado, pero cuando bajaron por la gran escalera a recogerlas pudieron escuchar los coros en la sinagoga desde el zaguán.
Estuvieron ensayando toda la tarde, querían darle una sorpresa a su padre, el comisario Szabo, el representante del Emperador en aquellas tierras, que celebraba su cumpleaños el domingo.
La hermana mayor había preparado unos preludios y valses de Chopin, la segunda hermana cantaría unas arias de Mozart y Donizzeti, la más pequeña había logrado memorizar algunas estrofas en alemán de Schiller y otras en húngaro de Sandor Petofi, el poeta preferido de su padre.
Por la mañana, muy temprano, vestidas las tres de blanco, con un lazo a la cintura y unos sombreros de tela azul acudieron a misa. Había llovido, pero los inmensos árboles de hojas negras se desperezaban al sol, iban con cuidado de no mancharse de barro los escarpines rosas, por encima de las tarimas de madera que atravesaban la calle principal.
Desde la taberna, un antro oscuro hecho con cuatro tablones, tres o cuatro paisanos todavía dormían su borrachera.
En la Iglesia se leyó la parábola del buen Samaritano y el sacerdote recordó un suceso acaecido hace poco en las montañas y dijo que en las altas cumbres de los Alpes Eslovenos también habitaba el buen Jesús.
Cuando regresaban a casa se cruzaron con Yehuda que arrastraba su mula acompañado de su hijo. Iban a sembrar. Les avisó de que el retratista ya había llegado.
Allí estaba, con sus maletas de madera y sus juegos de lente, atornillando el trípode de la cámara.
Entonces la más pequeña hizo bajar al padre al recibidor. El comisario Szabo tendría cerca de cincuenta y cinco años, el cabello cano y los ojos azules y pequeños sobre una cara surcada de arrugas, los ojos de sus tres hijas también eran azules, como los de su difunta mujer. Venía leyendo los diarios y fumando uno de los enormes cigarros que mandaba traer de Viena.
-Espera, papá, llevas la cadena del reloj mal colocada.
La banda del regimiento, que esperaba desde hacía media hora en el patio de la casa, empezó a tocar “Dios salve al Emperador” y el retratista dispuso a las tres jóvenes junto al piano, con el padre sonriente, aparentemente olvidado de la fecha que estaban celebrando. Una luz arrolladora -casi de mediodía y apenas tamizada por los árboles- cruzaba el salón desde el amplio vitral
El fotógrafo se inclinó sobre la cámara, bajo la sábana negra y activó la lámpara de magnesio.
En tus manos brillan ahora estos rostros felices sobre la sales de plata, en tus ojos que convocan las luces de otro tiempo, en tus oídos que pueden escuchar las melodías calladas del pasado, ¿dónde ha volado la alegría de aquella mañana? ¿Dónde están esas muchachas de las que te separan el tiempo y el espacio, pero con las que compartes la luz del mediodía que ahora baña tu salón? Deja que la luz tibia caliente tu piel, siente el pulso de la sangre y escucha, escucha la música y la risas. Y pide a alguien que te fotografíe ahora, ahora que eres feliz.
lunes, 8 de septiembre de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario