La bolsa de valores siempre me ha parecido una gran estafa, un carrusel de colorídos índices, una innecesaria duplicación del crédito fiduciario, no cabe duda que la emisión de acciones es un mecanismo útil y aún indispensable para agilizar transacciones comerciales, permitir ampliaciones de capital y, en general, crear prosperidad y riqueza, como lo ha sido siempre la acuñación de moneda en todos los imperios. Pero así como la creación de papel timbrado está regulada y, en parte, amparada por reservas de oro, en el caso de la bolsa no hay correlación entre lo que se subasta y su precio, que no valor. Mi compadre Lorenzo explica muy bien el dilema moral que esto comporta. De hecho, las grandes compañías o bien mantienen valores muy estables o bien los concentran en pocos accionistas y, en general, la cotización importa menos que la cuenta de resultados, la que de verdad cuenta. La bolsa no es sino una inmensa ruleta, quien se adentre en sus misterios, si lo hace con la fiebre del ludópata o con la curiosidad del apostador tiene mucho perdido, pero también mucho ganado, porque no ignorará que en el casino siempre gana la banca, y echará sus dados con mejor o peor fortuna, pero impertérrito ante los mecanismos que azuzan el miedo. Sabe que puede perder, como sabe que el azar no tiene memoria y no hay límite para la consecutiva efusión del verde cero. Pero ¡ay de los ingenuos! ¡Ay de los que examinan índices y manejan las informaciones privilegiadas que comparten todos los diarios y medios financieros! ¡Ay de los que buscan el rédito seguro, de los que estudian con lupa el trazado aserrado, el diente afilado del mercado! Igual que un debutante en una sala de juegos serán maldecidos con la suerte del principiante y quedarán enganchados a la hinchada burbuja de las expectativas! Pero ese globo se pincha siempre, porque esto es para lo único que sirve la bolsa, para recoger el capital de los incautos. Es el negocio de los grandes capitales, el efecto palanca del Monopoly, quienes estabilizaron sus posiciones y su gran dinero hace décadas, sólo tienen que preocuparse de cultivar su tierra, abonarla, regarla y esperar la cosecha en sazón. Y delegar el cultivo a sus aparceros o brokers. Quien ha perdido porque jugaba, conocía las reglas y merece respeto. El azar es una emoción de la vida y en la vida hay que emocionarse. Quien ha perdido aturdido por las ambiciones, que aprenda la lección. Porque, además, el dinero no es nada, lo que vale es el tiempo bien empleado, que no cotiza, pero que se derrama en un crack permanente.
Es otoño, la hora de los vendimiadores, y no van a dejar sin exprimir ni una gota de zumo.
viernes, 17 de octubre de 2008
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1 comentario:
Muchas gracias por la cita, José María.
Y una entrada muy acertada, por el tema y por la brillante y oportuna comparación.
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