lunes, 22 de agosto de 2011

JRJ y Yeats.

En el último número (4) de la Revista de Poesía "Isla de Siltolá", se daba un poema inédito de JRJ acompañado de un comentario crítico de Rocío Fernández Berrocal, las turbulencias profesionales de aquellos días no me permitieron anunciarlo debidamente:


El poema empieza con el verso estremecedor, tan JRJ, por cierto: "Mudó la tarde de color las cosas"

Y para celebrarlo, pensando en el ajedrezado verde irlandés de la revista, copio ahora, pasados unos meses, la reseña que sobre la obra poética completa de Yeats traducida por Antonio Rivero Taravillo, preparé para el número 3 de la revista.

Ningún autor en inglés más juanramoniano, valga la ucronía, que el Bardo Irlandés, de lo que quedó constancia en el volumen de traducciones juanramonianas, "Música de otros", que preparó Soledad González Ródenas para Galaxia Gutenberg.


POESÍA REUNIDA
W. B. Yeats-Traducción: Antonio Rivero Taravillo
[Pre-Textos, Valencia, 2010]

Es a través de Luis Cernuda como la gran poesía anglosajona del siglo XX se filtra en la literatura española de la segunda mitad del siglo, principalmente T. S. Eliot (y en consecuencia Ezra Pound) y, en una segunda oleada, quizá más influyente, W. H. Auden y Philip Larkin. Cada corriente lírica del modesto panorama poético español de los últimos treinta años, desde los novísimos a los poetas de la experiencia, ha encontrado en cada uno de estos autores su “correlato objetivo” y, en consecuencia, no han dejado de editarse profusamente en castellano. La primera década del siglo XXI ha continuado esta tendencia de sacralización de lo ajeno incorporando a esta nómina a Wallace Stevens o a John Ashberry para ubicarnos en una suerte de dislocada postmodernidad. No ha de extrañar, sin embargo, la menor atención editorial prestada a William Butler Yeats (1865-1939), pues similar desaire le cupo a su principal valedor en nuestra mejor tradición lírica, Juan Ramón Jiménez, quien iniciaba el poema mayor de nuestra Literatura “Espacio”, con una invocación al bardo irlandés “Amor, amor, amor, (lo cantó Yeats) amor en lugar del escremento”.

Convertido en el autor de unos pocos poemas memorables como “Un aviador irlandés prevé su muerte”, “El viaje a Bizancio” o “La Isla del lago de Innisfree” una y otra vez traducidos o parafraseados por autores como el propio JRJ o Jorge Guillén, el conocimiento en el ámbito hispanohablante de la  figura de Yeats es parcial y limitado. Mientras algunas recientes antologías fracasaban en el intento de ofrecer una versión de su poesía más amplia por apostar por una reinvención musical, ajustada a la sonoridad del español, otras, más modestas, se limitaban a la colección de piezas habituales, que no son sino verdes irisaciones sobre el ancho prado de un corpus poético de extraordinaria complejidad. Sólo la edición exenta de alguna de sus obras paliaba esta carencia.

Precisamente ha correspondido al poeta Antonio Rivero Taravillo (Melilla, 1963), biógrafo de Cernuda y traductor de Pound (pero también de Keats y de Shakespeare) la tarea de desbrozarnos el camino. Es conocida la pasión de Rivero Taravillo por el universo céltico; estas poesías completas de Yeats son el otro extremo de un arco literario que inició con la traducción de los “Antiguos poemas irlandeses” (Gredos, 2001) -otro empeño titánico pues se trataba de la mayor colección de poemas gaélicos vertidos al español- por cuanto Yeats simboliza la cúspide de una tradición milenaria de bardos que han cantado la naturaleza mágica de la isla de Eire. Además de representar, como Juan Ramón en España, el “eslabón perdido” entre la lírica finisecular y victoriana, imbuida del halo místico y simbólico de los prerrafelitas, y la más rabiosa modernidad.

 Existe un primer Yeats feérico que bebe de los mitos osiánicos y canta la arcadia irlandesa, existe un Yeats político, comprometido contradictoriamente con la causa de la independencia (no en vano fue Senador del Estado Libre de Irlanda  y fundador de la Compañía Teatro Nacional Irlandés), pero también un Yeats ocultista, entregado a prácticas espiritistas que contrasta o complementa al Yeats oracular que navega sobre las aguas de Homero y de Platón. Esta singular mixtura eclosionó en una madurez literaria en la que la mística cedió el paso a la videncia y la preocupación política a la erótica: acosado por la inminente vejez, el poeta se encuentra a sí mismo en plenitud de facultades intelectuales y anhela huir a la “ciudad sagrada de Bizancio”, que “no es un país para ancianos”.

Es a partir de “Los cisnes salvajes de Coole” (1919), pero sobre todo de “La Torre” (1928), cuando Yeats nos ofrece su producción más interesante. Se trata de poemas de una gran potencia visual (“¿cuándo he mirado por última vez los negros leopardos de la luna?”) y complicadas arquitecturas rítmicas en las que la tensión lírica se asoma a través de visiones apocalípticas como en “El Segundo Advenimiento” (“¿y qué escabrosa Bestia, llegada al fin su hora, se acerca a Belén para nacer?”), o extrañas asociaciones simbólicas (“todos los hombres son bailarines y su paso/sigue el bárbaro repique de un gong”, “Mil Novecientos Diecinueve”).

Si toda la poesía traducida comporta el riesgo de transitar un abismo imposible entre dos mundos, en el caso de Yeats el salto es mortal, por la enorme variedad estrófica que despliega y por la sintaxis torsionada a que se obliga el poeta para encajar su universo en un molde métrico clásico rimado que, según el poeta, conservaba la esencia del poema como si fuera la sal, razón por la que, pese a las asechanzas de su secretario, el genial Ezra Pound, jamás cedió a la tentación del verso libre.

Rivero Taravillo sale airoso de este reto sobre todo por la vía de la claridad y la inteligibilidad, algo que se da por hecho en los traductores, pero que, especialmente en poesía, no es tan frecuente. Su buen oficio de poeta le permite adoptar diversidad de metros para recrear el verso sin separarse nunca de la literalidad.  Los felices escogidos que ya conocíamos y amábamos la poesía de Yeats podemos, por fin, disfrutar plenamente de este poeta al que JRJ llamó “maestro permanente de la belleza”. Pero todos estamos invitados al banquete que nos sirve Pre-textos en su edición de clásicos contemporáneos y donde recientemente han aparecido las obras completas de Bergamín, Gaya o Muñoz Rojas. Por su formato, pulcritud y belleza esta colección va camino de convertirse en la Pléiade española, si acaso el erial patrio aceptara, por fin, la excelencia.                        

1 comentario:

Antonio Rivero Taravillo dijo...

Muchas gracias, José María, desde (para estar a la altura de tu reseña) el corazón de Dublín.

 
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