miércoles, 15 de agosto de 2012

Los zurrones olímpicos



El menaje de los deportistas se ha complicado mucho. Antes, para correr, no eran necesarias ni las zapatillas; raro es ahora el atleta que no irrumpe en la pista con una enorme bolsa llena de cachivaches que van mucho más allá de la equipación reglamentaria: las gafas tintadas, el i-phone, los auriculares de diseño, los protectores surtidos, las toallas y toallitas, los relojes, las cremas, los champuses, las cintas tropicales de colores, los amuletos y los accesorios de los amuletos, la bandera nacional y la del país de acogida, la de algún organismo internacional y la autonómica si procede, que suele proceder. Nunca, por cierto, un libro, claro que tampoco daría tiempo a leer una página en lo que dura la prueba de los 100 metros lisos, a lo más, un soneto, eso sí, no demasiado largo. Hay quienes, incluso, se llevan cosas de la pista, como las urracas, no sé: la red de una canasta, el testigo de los 4x100, una valla del salto de obstáculos, los aros olímpicos y aun la antorcha si pudieran... Medallas, por cierto, pocas. En fin cosas todas, como se ve, muy decorativas y prácticas para la vida ordinaria. Total, ¡que no cabrá en un zurrón de marca!

En conjunto, el banquillo de un equipo se asemeja a un mercado de saldo, solo que más disperso y sin precios marcados, estos ya lo ponen grandes superficies del ramo, esas galerías de los horrores consagradas a la decadencia de Occidente. La costumbre la copia el personal, claro. Cuando voy a la piscina de paisano veo cómo llega la gente a eso de las cinco y empieza a sacar los bibelots de su morral. Apenas les da tiempo a darse un chapuzón mientras van pasando lista y reordenando sus cacharros, entretenidos como los niños chicos, y así echan la tarde.

Pienso que en beneficio de la humanidad los entrenadores deberían frenar esta tendencia al revoltijo, que resta concentración a todos. Cada atleta debería ir acompañado de su respectivo mozo de espadas, encargado del ajuar. Y, para que nada falte, podrían prestar también el solemne juramento olímpico en la ceremonia inaugural, tan kitsch como los enseres que custodiarían. Para que nada falte en el macuto, digo.


El verano por Arcimboldo.

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