domingo, 2 de junio de 2013

José Tomás en Nimes

JOSÉ TOMÁS EN NIMES
La hazaña de un hombre, un sueño cumplido
Fotografías y prólogo: Andrés Lorrio
Textos: Lorenzo Clemente
[La esfera de los libros, Madrid, 2013]

El toreo es francés, como el vino y el queso, como la pintura impresionista y los poetas malditos. En la cueva paleolítica de Lascaux, en la gran sala de los toros, se ha conservado una imagen enigmática: a los pies de un bóvido cuya cornamenta de lira es en todo idéntica a la de los toros del Rosellón y la Camarga, yace tendida una figura antropomorfa, pero con cara de pájaro, junto a un estoque rupestre. Es la más antigua representación de una cogida y en ella está el esquema del “Torero Muerto” de Manet. Solo en Picasso –el gran pintor del mediodía francés- hemos vuelto a ver, tan viva, la primitiva representación de la bestia. A su lado, las policromías de Creta son estampas modernas de “La Lidia”, sublimaciones de la caza. No ha de extrañar en consecuencia que al filo del Ángelus cereal y vinícola de Nimes, con el eco del “Toreador” de Bizet, himno romántico de la Sevilla de Francia,  haya alcanzado la tauromaquia su más alta expresión estética y emocional. Fue en la mañana del 16 de septiembre de 2012, José Tomás se encerró con seis toros en el anfiteatro romano y al término de la corrida fue arrebatado al cielo por los dioses inmortales. Durante siglos las generaciones futuras peregrinarán a Nimes para conmemorar el milagro y esperar acaso su inverosímil repetición, como quien acude a Lourdes, guiados por la misma ansia sanadora de redención. Andrés Lorrio y Lorenzo Clemente, apóstoles de la verdad, han preparado el Evangelio de aquellas dos horas inmortales en las que se rasgó el velo de las dos maestranzas y se vieron salir de sus sepulcros a los viejos toreros de los daguerrotipos.
Foto: Andrés Lorrio

Andrés Lorrio es un fotógrafo extraordinario y no podemos menos que admirarnos ante su temple: en el prólogo al libro ubica a José Tomás en el trayecto de Oku, en la senda Zen del inmortal Basho, en los códigos marciales del Bushido, pero lo que nos dicen sus fotografías es que el fue el segundo Samurái de la mañana, pues parece increíble no haber enloquecido ante los increíbles sucesos retratados. Hemos de agradecer a su calma japonesa el más hermoso y completo de los reportajes. La cápsula del tiempo que hará prevalecer la gesta de un hombre, de un guerrero que aceptó la suprema libertad de salir desceñido ante la muerte. Las fotos son todas bellísimas, alboreadas por la luz trigueña de Nimes, por la arena albariza y la seda restallante de los capotes. Hay en la capa de los toros, matices infinitos para el negro y la sangre, desde el grafito esgrafiado al más hondo carbón de oro y antracita, desde el bermellón vinoso al terciopelo carmesí. La editorial “La esfera de los libros” no ha escatimado cuidados en componer un libro esbelto y asequible, con más de doscientas fotografías.

"Torero muerto", Manet
Como un hilo de Ariadna los textos de Lorenzo Clemente enmarcan e ilustran las imágenes quien, al tiempo que nos explica el contexto de la hazaña, las circunstancias que rodearon al festejo y algunas curiosidades no menores, como el impacto económico de la corrida o su eco arrasador en los medios, expone una teoría sobre el futuro de la tauromaquia a partir de la piedra angular extraída esa mañana del anfiteatro milenario. En prosa escueta y certera, como una banderilla en su sitio o un canon latino, Lorenzo Clemente narra los seis actos que compusieron este drama litúrgico, este auto sacramental de la tauromaquia, con una grata digresión al referir el indulto de “Ingrato”, toro de Parladé que por los siglos será cantado por los trovadores del Languedoc. Su reseña asume el halo épico y nos arrastra en un anafórico “más allá, más allá” como arrastraba embebido en sus telares órficos el héroe a la bestia de Cocteau.  Según Lorenzo Clemente la tarde de Nimes señala, como una flecha, el único rumbo de la tauromaquia, en el que el espectáculo debe ceder su lugar al rito, la lidia pautada a la liturgia cósmica. Es un noble deseo que se nos antoja inviable en un mundo de hienas y chacales que ha enterrado a los dioses y a Dios. Pero no hay que perder la esperanza como no la perdió aquella católica reina escocesa de Francia que subió al cadalso con una banda cosida a su sayo a manera de emblema: "En ma Fin gît mon Commencement" ("En mi final está mi comienzo".) Pues si, como nos tememos, asistimos estos años al derrumbe de la tauromaquia, al menos como la hemos entendido en España estos dos últimos siglos, quizá con este nuevo amanecer francés y guiados por el gran maestre José Tomás, podamos descender, a lomos del eterno retorno, a su raíz sacrificial, a su comienzo en la sima profunda de Lascaux donde gravitan los grandes toros que dan la vida eterna. Este libro de Andrés Lorrio y Lorenzo Clemente no es sino un brillante reflejo platónico a todo color de las oscuridades abisales de la cueva.

Sala de los toros, Lascaux
Coda: No, no es el único camino. Remedando a Terrence Malick en el “Árbol de la vida” recordaremos que existen dos vías para alcanzar el conocimiento, la de la Gracia y la de la Naturaleza. José Tomás ha optado por la última, en cambio inició, nos lo cuenta Lorenzo Clemente, la faena de su último toro con el “cartuchito de pescado”, escudo de los querubines que hace unos días arrebataron al cielo al arcángel Pepe Luis de Sevilla. Esta línea áurea como corazón de nautilus, suma, en fin, de duende y de belleza y que late de armonía en la verónica insana de Morante de la Puebla, también apunta un destino, pero habrá que buscarlo en el jardín de las Hespérides, donde paulan los egipcianos  bajo las atlánticas manzanas de oro.






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