lunes, 23 de noviembre de 2015

Ínclitas razas ubérrimas (VIII)

Capítulo VII: aquí
Capítulo VI: aquí 
Capitulo V: aquí 
Capítulo IV: aquí 
Capítulo III: aquí 
Capítulo II: aquí. 
Capítulo I: aquí.


Al llegar a este punto ella se puso orgullosamente en pie, alta la frente y el rostro inflamado, transfigurada, como una esfinge indígena. Descubrió teatralmente los  brazos  y continuó: “por las venas de esta princesa de Cundinamarca que hoy se ofrece a tus ojos indignos no corre la sangre azul de las podridas monarquías europeas ni la sangre roja de los feroces eslavos, un río de oro puro me desborda, una corriente ancha que conduce al reino legendario que codiciaron Pizarro y Cortés y que apenas atisbaron Orellana y Alvarado. El oro y las esmeraldas que enloquecieron al sanguinario Lope de Aguirre aguardan aún en la oscuridad de la jungla el retorno de la balsa del los Muiscas que habrá de portar al Psihipqua, el príncipe heredero único del Zipazgo, el seguro sucesor de Tisquesusa a quien yo tendré el honor sagrado de concebir y alumbrar.” 
Frente aquella rotunda criatura enardecida no fui capaz de juzgar con la conveniente lucidez el exacerbado dramatismo de la escena que hubiera exigido un temperamento más firme y moderado o al menos la aplicación de algún criterio racional, impropio de mi naturaleza fantasiosa y debilitada, no se olvide, por los alcoholes y la brumosa lógica de los sucesos de una noche encantada. En resumidas cuentas digamos que me dejé llevar y, sin apenas interrumpir su discurso profético, asistí a una extravagante lección de futurología política que más o menos puedo abreviar así: 
La guerra en Europa no tardaría en hacerse presente a una escala inaudita en menos de una década, el desarrollo tecnológico presagiaba batallas titánicas, liberaciones descomunales de energía de resonancia planetaria que, por comparación, dejarían los terribles enfrentamientos de hace quince años en simples escaramuzas fronterizas. En lo concerniente a España el destino era inminente y trágico, lo previsto es que nuestro país fuera el detonador de una explosión en cadena, algo así como la bala que malogró al Archiduque Francisco Fernando en Sarajevo. El marqués de Estella[1], que se alojaba desde hacía unos minutos también bajo estos muros, tenía los días contados y la monarquía española se tambalearía en menos de dos años como un castillo de naipes, el mismo Hotel que ahora nos albergaba, tachonado de escudos y banderas borbónicas, haría borrar su nombre. En previsión de tan aciagos acontecimientos un grupo de militares había decidido asegurar el futuro de la nación española cuya persistencia histórica pasaba necesariamente por estrechar las relaciones con las repúblicas americanas. Los países hermanos aportarían las riquezas necesarias para afrontar la barbarie y encauzar una victoria en la que no se negaría a nuestro país el liderazgo histórico, siempre que aceptaran las vindicaciones políticas de una pléyade de pueblos oprimidos por las jerarquías gringas y criollas desde Río Grande a la Tierra del Fuego.
Los indígenas liderarían la causa. Y para liderar la causa hacía falta el oro, mucho oro. Esta era la auténtica razón de ser de la Exposición y la explicación de los tesoros arqueológicos expuestos en los pabellones que día a día mermaban ante la vista gorda de las implicadas autoridades, como de hecho había sucedido aquella noche en el teatro. Sí, habían denunciado el robo de las joyas, pero nadie se iba a preocupar demasiado por ellas, pues ya estaban a buen recaudo, engordando la caja de caudales de la Gran Iberia. Sin embargo era necesario más, mucho más. Por más riquezas que hubieran sido blanqueadas en la Exposición, el choque de trenes que se aventuraba exigía una ingente cantidad de capitales. Aquí es donde entraba en juego el ofrecimiento de la confederación Muisca, dispuesta a entornar las puertas de El Dorado si eran restituidos en su grandeza. La princesa Aquiminza era la última esperanza de un linaje para cuya continuidad era necesario un heredero. 
A esta altura del relato los ojos de la mujer llameaban y toda la frialdad se había evadido de su semblante. Las rodillas me temblaron cuando me informó de que ambas facciones para sellar un vínculo perdurable a la altura de los tiempos, por encima del océano y la jungla, habían determinado que el hombre que habría de engendrar al nuevo Zipa habría de ser un español, un descendiente por línea directa de los conquistadores y que previamente habría de superar una prueba mortal e iniciática. 
Aquí me desmayé, no sé quién se hizo cargo de mí, supongo que conducido como un fardo alguien me depositaría en los asientos traseros de alguno de los coches que apostados como cucarachas de acharolados élitros seguían haciendo guardia al pie del hotel, por encima del cual y a lo lejos, una Giralda difusa acababa de dejar de ser iluminada, sumiendo a la ciudad en la oscuridad y la niebla. 
Esto es lo último que recuerdo de mi primera noche en Sevilla antes de mi desvanecimiento cuya explicación no habría que atribuir en exclusividad a los estupefacientes. Aún no les he revelado mi primer apellido, Balboa. Mi abuelo, oriundo de Jerez de los Caballeros - pero nosotros nunca habíamos dado crédito a esos cuentos de adarga antigua- aseguraba ser tataranieto por línea directa de sucesión del descubridor del Pacífico, quien había tomado posesión de los mares del Sur el 25 de septiembre de 1513, en nombre de la reina doña Juana de Castilla.

[1] Primo de Rivera

Núñez de Balboa

Plaza de España
 
España: Rapsodia para Orquesta. Emmanuel Chabrier.

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