La tarde, fría y desangelada, no parecía la de la Nochebuena.
Llovía a ratos y el agua gélida iba formando charcos negros que copiaban los
reflejos amarillos de las farolas y del tristón alumbrado navideño de esta
parte de la ciudad.
Volvía a casa con los pies congelados, agotado de los
trámites sociales de las fiestas, cuando me acordé de improviso de que no había
recogido el centro de flores naturales que había encargado para la cena
familiar.
Siempre he militado en la facción decorativa, mi reconocida
incapacidad para las tareas gastronómicas me aleja preventivamente de la
cocina los días de Navidad. Este año, sin embargo había tenido poco trabajo, las
niñas habían crecido y habíamos decidido abandonar definitivamente las luces
parpadeantes y el muérdago de plástico.
Cuando una costumbre o tradición se extingue le suele suceder otra peor y, así, sin darnos cuenta, nuestros modestos adefesios luminosos y las
figuras de plástico de nuestro nacimiento, que tantas horas de felicidad nos
habían regalado, habían sido sustituidos
por un espléndido, pero impasible, belén de barro y una doméstica sofisticación
snob, con ribetes del “Hola”, de la que aquel centro floral, ahora olvidado, no
era el síntoma menor.
Hice varias llamadas a la floristería, pero ya era tarde. Creo
que en el fondo me alegré y aunque siempre le he tenido manía a la flor de
pascua, que los botánicos designan con el nombre científico de Euphorbia pulcherrima y es conocida en
las floristerías de todo el orbe con el afectado nombre de poinsetia, no tuve más
remedio, para salvar mi honra doméstica, que encaminarme al bazar chino del
barrio para hacerme con una de esas plantas que en estos establecimientos se
venden en cantidades industriales y a muy poco precio.
Cuando llegué a la tienda un anciano quijotesco cubierto
con una capa española se estaba llevando la última que quedaba. Ahí donde nunca
había faltado esta flora de atrezzo -entre las preteridas luces led y las
fulgurantes estrellas de plástico- había ahora un abismal vacío botánico.
Escuché cómo nuestro caballero andante, mientras terminaba
de pagar, le contaba una historia al dependiente, que asentía a todo muy atento
con el habitual mutismo y gracejo asiático:
-Ignoro si los aztecas llegaron a derramar la sangre de sus
sacrificios sobre este lecho de hojas verdes coronadas de rojo, pero le puedo
asegurar que, contrariamente a lo que mucha gente cree, pocas costumbres
existen más católicas que esta de adornar por Navidad la casa con esta planta,
¿sabía que los misioneros franciscanos españoles engalanaban sus modestas
iglesias coloniales, hechas de adobe y madera, con esta flor de la nochebuena o
pastora como la llaman allí? La gente piensa que esto es algo también de los
Estados Unidos porque los yanquis empezaron a comprar plantaciones enteras en
Méjico y a sacarlas en sus especiales navideños de televisión. Hicieron con
ella lo que la Coca-cola había hecho antes con San Nicolás, que por si no lo
sabías, hijo, era, además, prelado. Yo, como soy cristiano viejo, siempre había
tenido esta planta por una especia invasiva, -otra más-, de los americanos; una
sucursal portátil si me apuras de las
protestantes ramas del árbol de navidad, pero desde que leí esta historia en
internet, la planta, antes proscrita, no puede faltar en mi casa en Nochebuena,
es más, siempre llevo conmigo una a la Misa del Gallo para ponerla a los pies
de Jesús..
Resultaba entrañable escuchar al caballero tridentino. La
historia, además, era bonita y pensé que me gustaría contársela a las niñas
durante la cena. De manera que lo que antes no era más que un compromiso se
convirtió en un fuerte antojo. Tenía que conseguir como fuera una poinsetia porque
mi imaginación volaba ya por las sierras y los volcanes mejicanos, soñando con
altares colmados de estrellas rojas que adoraban al Niñodios que había bajado
al trópico desde los altos montes de Judea.
Pero lo dicho: junto a mí, solo había un abismo vegetal.
Tras mucho suplicar, el dueño del negocio rebuscó en los almacenes y, harto ya
de mí, finalmente me trajo un escuchimizado y escuálido matojo, sin una sola de
las características brácteas rojas, y con tal de deshacerse de mí ni siquiera
me cobró los pocos euros que no llegaba a costar. Eso sí, con el habitual mutismo
y gracejo asiático.
Una vez en casa y superadas las esperables chanzas a costa
de mis perpetuos despistes la planta sin flores quedó a los pies del portal, de
barro, como se ha dicho, y nos dispusimos a cenar.
Nunca llegamos a saber qué sucedió luego, ni pudimos jamás
explicar cómo aquella noche, antes fría y desangelada, después de habernos
acostado más pronto que de costumbre, acudimos todos a la vez junto al belén,
aún de madrugada, abandonando las sábanas y el sueño. Simplemente estábamos
allí, con las manos enlazadas y la
sensación de que unas brasas invisibles hacían arder nuestros corazones unidos mientras
rodeábamos el nacimiento.
Todas las luces de la casa estaban apagadas, pero el salón
resplandecía.
Porque una estrella reluciente había surgido de entre aquellas
ramitas y hojas esmirriadas y ahora irradiaba el pesebre con un rubor rojizo,
suspendida ante nosotros como un ángel, anunciando a todos los hombres de buena
voluntad que no había en el mundo ninguna tierra tan dura, ningún lecho de
hojas tan estéril, que no pueda florecer cuando lo alcanza el Amor.
Euphorbia
pulcherrima
Rose Marie James | American Society of
Botanical Artists
|
4 comentarios:
Desde hoy me propongo tener en la mayor estima la Euphorbia Pulcherrima. Gracias por este precioso cuento de Navidad.
Gracias, Jesús
Precioso cuento, José María, por el ritmo narrativo, y porque como dice Paul Ricoeur, la lectura es el encuentro entre el mundo del texto y el del lector, y el mío ha podido venir a este, tan acogedor.
Gracia, José Manuel, qué alegría, Feliz Navidad.
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