Como el mástil desarbolado de un galeón antiguo que hubiera atravesado mil galernas llega, sobre la marea de la plaza, el Cristo del Amor. Mecido por las multitudes aún doblará su casco sobre la inclinada rampa de la vida en un último esfuerzo por saltar el umbral de la muerte. Avanza ahora, solemne y solitario, como un buque fantasma entre las naves hondas, lentamente se desvanece sobre el fondo oscuro y velado de la gran máquina barroca de El Salvador. No podremos ya ver las últimas maniobras, pero sentiremos el golpe unánime del ancla en nuestros corazones.
Porque un blanco pelícano habrá batido sus alas y surcado la noche, tras un rastro de sangre y una lluvia eucarística que pinta, sobre los viejos mapas de Indias, la segura derrota para arribar al puerto de las eternidades.
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