Carlos García Gual al hablar de la tragedia griega en su
excelente conferencia sobre Esquilo -disponible en forma de podcast en la web
de la Fundación Juan March-, señala dos cualidades como específicas de la
poesía trágica, a saber: la solemnidad y la profundidad.
La solemnidad, precisamente por su carácter teatral e
infatuado, por su exceso de elocuencia, fue abandonada progresivamente a lo
largo del siglo XIX y es prácticamente inexistente en la poesía importante del
XX, salvo por el hecho de que toda poesía verdaderamente profunda es solemne,
un buen ejemplo es Rilke, otro aún mejor serían los Cuartetos de Eliot, pues es
revelador cómo un poeta deliberadamente antirretórico alza en estas piezas maestras
una dicción elevada, aunque no ceremoniosa.
Al examinar nuestra actual decadencia lírica me pregunto
hasta qué punto la falta de profundidad en la poesía es o puede ser una
consecuencia de este repudio al encumbramiento de las formas.
Sucede en todos los ámbitos: donde desaparece la liturgia
falla la devoción. Cabe incluso decir que algunos modelos de pensamiento político,
y pienso ahora en el marxismo, son incapaces de sobrevivir a la decadencia de
sus símbolos (y de ahí que algún dirigente se afana en “tomar el cielo por
asalto” muy consciente de que solo la vieja retórica puede suplir las carencias
de un ideal vestido con harapos).
En el otro extremo al nuevo liberalismo no ha ido mejor, si la burguesía europea del XIX aspirando a
emular a la nobleza no abandonó todavía la grandeza, como no abandonó la moral,
los potentados mundiales se rebozan en un lodazal kitsch, en una pesadilla de
fealdades.
Me temo, y en esto hay que atender siempre al espíritu
griego, que solemnidad y profundidad son acaso lo mismo, es decir, una forma de
la verdad.
Y sin verdad, como decía Keats en su oda la urna precisamente griega, no hay belleza, “y
esto es todo cuanto se necesita saber”.
Imagen: Busto de Esquilo
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