sábado, 19 de enero de 2019

Logos



¿Cuántos lectores pudo tener Ovidio en Roma? ¿A cuántos pudo recitar sus Tristia en su remoto exilio danubiano?
¿Y el Salmista? Su voz de fuego, empapada de las ardientes llamas de Yahvé, ¿cuántos, qué número exacto de elegidos, escucharon los arpegios del arpa de David?
No más de dos o tres comarcas conocieron al clérigo o juglar que en una plaza de Castilla, tras el oficio divino, enaltecía la sombra de Mío Cid, el que en buen hora nació.
¿Y quién supo del temblor de Emily? Junto a las flores prensadas y el tarro de compota, sobre el mantel de hilo, ¿quién escuchaba al caer de la tarde el murmullo misterioso de sus copos de nieve, la blancura de Amherst?
Carece de importancia que el poeta sea lector único de su obra, como carece de importancia que alrededor suyo el mundo se desmorone, barrenado por la oscuridad de la tecnología.
La palabra es, la palabra existe.
Porque no existe fuerza en el universo que pueda aniquilarla, porque el mismo universo procede de ella como escribió - ¿para cuántos?- el discípulo amado en la isla de Patmos, combatida por vientos y demonios.
En el principio fue el verbo y también lo será en el fin.

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El anciano de los días, W. Blake
 
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