¿Cómo? ¿Por qué? ¿Cuándo sucede el milagro? Ayer tuvimos schubertiada, acudimos juntos tres buenos amigos, todos poetas. Tuvimos la suerte de estar sentados en la primera fila ante los músicos, cuya respiración podíamos sentir, cada golpe de arco provocaba tres sonidos: el de las cuerdas vibrantes, el de la percusión en la caja, el del estremecimiento del intérprete. Estábamos dentro de la música.
Y Schubert, más que Mozart o Beethoven, es la música, en un sentido hondísimo. Estoy convencido de que Franz, que murió al filo de los 31 años, alcanzó a comprender el sentido último de la existencia.
En los dos tríos que se interpretaron, que valen por una sinfonía cada uno, y en el "Nocturno" final, asistíamos no ya a una celebración - a mí me me pareció que en un momento dado el violonchelo cantaba con voz humana y que estábamos todos junto a Franz en una taberna de Viena festejando la vida-, sino a una contemplación del tiempo que quedó suspendido ante nosotros, yo veía a Schubert y me veía a mí, como en un espejo, veía a mis hijas, veía a mis padres y mis hermanos, veía a mi mujer, todos en el tiempo y fuera del tiempo, como acaso nos ve Dios, y sentía el dolor, esa dulce cuchillada de Schubert que ascendía a mi pecho, haciéndome saltar las lágrimas, porque en esa melancolía estaba aquello que decía C. S. Lewis o su trasunto en "Tierra de penumbras", que la tristeza de hoy es parte de la alegría de ayer. Y así, escuchando a Schubert, la tristeza y la alegría de vivir era la misma y la de siempre, la de nuestra frágil condición amenazada siempre a partes iguales por la muerte y la divinidad.
Un milagro, el de la belleza, que es, siempre, el triunfo de la razón de amor del mundo.
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