domingo, 14 de abril de 2019

Un cuento de domingo de Ramos

Aunque de niño había acompañado con muchísima ilusión a su primer maestro a los mil y un cultos de Cuaresma -vía crucis, pregones, besamanos...- a los que este nunca faltaba por su desmedida afición a las cofradías y aunque incluso había llegado a vestir la túnica de nazareno por insistencia de aquel buen hombre que hacía con él las veces del tío o del padre que no tenía -¡y cómo pudo haberla pagado si apenas le daba para llegar a fin de mes!-, y aunque su infancia y adolescencia había discurrido entre capillas y capillitas llevaba más de tres décadas sin volver a la ciudad por semana santa y solo lo había hecho por fidelidad a aquel viejo amigo cuya muerte le habían comunicado el viernes de dolores, cuando estaba a punto de coger un vuelo para el próximo festival. No podía dejar de acudir, no había llegado a conocer a su padre, su madre ya había muerto y el viejo maestro de primaria era su única raíz con un pasado que se le antojaba muy remoto. Lo enterraron entre palmas y olivos en la misma mañana del domingo de ramos. 

Cuando volvió del cementerio al hotel a recoger sus cosas y marchar rápido de vuelta a Madrid se encontró que en la recepción habían dejado un pen drive a su nombre, el dispositivo tenía grabado un escudo que él rápidamente reconoció como el de su hermandad. Movido por una incierta curiosidad subió rápidamente a su habitación para conectarlo al portátil. Muy bajito primero y luego in crescendo sonaba una marcha de semana santa mientras en la pantalla fueron apareciendo, como de la bruma, unas fotos lejanísimas. "Sonríe, que es para tu madre; mírame; ponte ahí, enfrente del paso", su viejo amigo llevaba siempre con él una leica aún más vieja y no había dejado de fotografiarlo en los mil y un besamanos a los que habían acudido juntos. Ahí estaban todas las vírgenes de la ciudad, todos sus cristos, y en todas las imágenes aparecía él, hecho un mico sonriente, haciendo una reverencia o besando los desgastados dedos de madera de la Virgen del Valle, la Macarena, la Esperanza de Triana, la Estrella, la Hiniesta, la Candelaria...

Con lágrimas en los ojos se asomó al balcón de la habitación, una banda de cornetas y tambores marchaba tocando hacia algún templo y una vaharada remota de incienso, flotando sobre el cielo ingrávido de la ciudad llegaba directamente a su corazón, mientras, en la pantalla, seguían pasando los besos, los más puros besos que hubiera dado jamás.

Cinema Paradiso

Macarena, besamanos

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