Cuando el evangelista escribe que “en principio era el verbo” lo que está queriendo decirnos es que no empieza el tiempo -que no ha podido empezar-, sin la palabra. Dicho de otro modo, no existe la historia, existe el relato de la historia, cuando ese relato carece de fuentes o se asoma a lo ignoto, no es relato sino mito.Y a la mitología, más o menos científica, pertenece toda la prehistoria, todo el tiempo anterior al registro escrito cuya magnitud apenas podemos calibrar pero que se alza a nuestra espalda como un abisal agujero negro, como un magma de oscuridades infinitas desde el centro de la gruta.
Visualicemos ese vacío de tiempo, ese horror cósmico del que apenas hay fósiles y accidentes geográficos, por simplificar supondremos que la historia escrita de la humanidad es de 7.200 años, si traducimos estos años a segundos, nuestro tiempo histórico sería de 2 horas, de las que apenas 45 minutos serían los dos milenios últimos después de Cristo.
Mira tu reloj, cada segundo es un año, tu contribución, tu participación en esta historia del tiempo no es menor, se te ha concedido una media de entre un minuto (60 años) y minuto y medio (90 años) para participar de la historicidad. Eso sí, el minuto y medio pasa volando y en dos horas pueden pasar muchas, muchísimas cosas (guerras, hambres, revoluciones), pero no necesariamente significativas, pues sigue siendo un tiempo muy corto.
Comparemos.
Los restos del Homo Antecessor de la sima de Atapuerca, que ya fabricaba armas y poseía presuntamente pensamiento simbólico, tienen una antigüedad de un millón de años. Sabido esto volvamos al reloj y rehagamos nuestras cuentas, ¿cuántos días son un millón de años si cada año es un segundo, es decir, cuántos días son un millón de segundos?
Aproximádamente 12 días, 12 días en los que tu vida solo cuenta o contará un minuto, 12 días en los que de las primeras tablillas de Mesopotamia acá apenas han pasado dos horas.
¿Y qué ha sucedido en estos últimos once días y casi veinte horas de la humanidad? No hay respuesta, porque no hay palabra escrita y sin palabra no hay tiempo, pero esta es solo la punta de un iceberg mucho mayor.
Los primeros restos de homínidos aproximadamente humanoides, la tan famosa madre universal, Lucy la Australopiteca está datados en 3,5 millones de años, es decir, unos 42 días de antigüedad en nuestra escala y a una distancia tan larga como todo un mes hasta Atapuerca.
¿Un mes? Si una generación de aquellos antepasados tenía una duración media de 20 años, esto es de 20 segundos en nuestra escala, podemos estimar que desde Lucy hacia nosotros se han sucedido 175.00 antepasados, 175.000 abuelos de los cuales sólo 300 habrían podido conocer la palabra escrita, apenas 100 en los últimos dos mil años.
Enfrentemos ambos grupos los 300 nietos y los 175.000 abuelos uno detrás de otro, dándose la mano como recordaba Margarite Yourcenar que era posible alcanzar al imperio romano con apenas 20 abrazos.
Convirtámoslos ahora de nuevo en seres de carne y hueso, ¿qué enorme oscuridad la nuestra, no? ¿Qué terrorífica sombra inmensa? No sabemos nada de ellos.
Son una sombra que nunca existió sin dejar de haber existido porque carecemos por completo de sus registros, más allá de algunas pinturas rupestres, solo hay la nada.
He aquí la importancia de la palabra porque con ella irrumpe la memoria histórica de la especie, pero ¿qué decir de esa otra memoria, la animal, la genética? ¿Cuál de ambas pesa más en la configuración del hombre?
¿Y cuánta muerte acumulada en las albardas? ¿Cuánto dolor? ¿Cuánto éxtasis?
Cuando miro a nuestra especie con estas cuentas por delante me parece evidente que ha de ser necesariamente religiosa, en el plano tribal, desde luego, pero en el plano de la revelación también, la palabra que hace el tiempo se hace necesariamente Palabra Sagrada, Profecía.
Solo mediante el sentimiento religioso, es decir mediante la palabra se puede conjurar la maldición del tiempo, de esa otra palabra que se llama Muerte.
Y esta condición religiosa de la especie conduce o ha conducido, también por la palabra, al nihilismo existencial y ético lo que nos lleva a la paradoja de que la ciencia o la filosofía pudieran imponer al hombre una realidad que no existe en su naturaleza, dicho de otro modo, puede pretenderse y aun demostrar que la divinidad no existe, pero no se puede desalojar de la mente la creencia en la divinidad sin mutilar o asesinar a la especie.
Más simplificadamente, negar a Dios sería negar la condición humana, con independencia de su existencia o no.
Esta es la razón por la que no abundan los ateos, la fe de los agnósticos es la misma fe que la del hombre primitivo y no difiere demasiado, salvo en los aspectos morales, de la fe de un católico o un musulmán.
¿Es pues la divinidad un constructo del hombre o de la especie? No, más bien una característica esencial de la misma naturaleza humana y por eso acierta el escritor sagrado cuando en su inspirada intuición proclama la semejanza entre el hombre y Dios.
La cristianización de la religión implica un paso más en esa identificación sagrada del plano humano y divino, pero también una mayor conciencia de la temporalidad, de la Palabra (“En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y Dios era el Verbo.” ) y por eso si la Historia nace con la palabra, es perfectamente lógico y aún científico que la ahora llamada "era común" haya puesto el contador a cero con Cristo.
Lo dicho hasta aquí pudiera parecer redactado desde coordenadas terrenales, naturalistas, existenciales, evolutivas, y es posible que sea así, pero no solo. Lo que ha motivado este escrito es el binomio tiempo-palabra y la gran ausencia de tiempo a nuestra espalda.
Porque, ¿de dónde vino la palabra?
¿Necesita la palabra el animal? ¿La necesitaba Lucy?
La existencia de la divinidad se afirma en la existencia de la palabra escrita, porque la palabra es ajena a la especie, apenas dos horas en la larga cuarentena del hombre.
¿Y de dónde procede la Palabra? ¿Está en el tiempo o fuera del tiempo?
Yo creo, pero solo lo creo, que la palabra (también llamada música, matemática, inteligencia universal) estaba antes y lo estará después, y que eso es lo que quiere decir el mismo evangelista cuando Dios afirmaba por su boca, que era el Alfa y el Omega.
El principio y el fin.
Rembrandt, El Sacrificio de Isaac |
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