jueves, 14 de noviembre de 2019

JOAQUÍN ROMERO MURUBE: POETA EN VERSO Y PROSA



Palabras pronunciadas con motivo del 50 Aniversario de la Muerte de Romero Murube pronunciadas ayer día 14 en la mesa redonda titulada "Verso y prosa de Romero Murube" dentro del ciclo organizado por la Casa de los Poetas, los días 14, 15 y 16 de noviembre y que continúa esta tarde en la Calle Becas a las 19.00h.


Recóndita armonía: como un jardín secreto, pero no escondido, con la cancela cubierta de verdina, pero abierta para todos, donde crece el arrayán y mueren los jazmines bajo la sombra apasionada de los limoneros; como una calle clara y recta, paralela al río, apenas transitada, pero que no olvida su nombre por la que no discurre nunca la mentira; como la alta esquila, que lejos y en la mano, hace temblar la vieja espadaña y es el alma de bronce de algún cielo perdido; como la plaza de un pueblo lejano, muy lejano, surcado por las voces de cristal de los niños que aún juegan al toro en las esquinas de acero; como el esquivo pasadizo de la Alcazaba donde una guitarra llora la canción de la tierra y que lleva a lo alto la firma cerámica de su amante andaluz; así los versos y la prosa de Joaquín Romero Murube, hechos de vagas evanescencias e iridiscentes divagaciones, parecen querer escurrírsenos de las manos, como se desvanece el agua del estanque entre los dedos o la suprema luz de la cal silenciosa, dejando siempre en el espíritu una reverberación que fuera el inasible trasunto de la gracia, de la ideal ciudad de la gracia que él hubiera acogido como único presente de aquel rey mago que fuera José María Izquierdo.
Yo creo que Romero Murube fue siempre más poeta en la prosa que en el verso, aun cuando en su poesía en verso hay momentos altísimos, era nuestro autor tan consciente de sus recursos expresivos que no quiso aventurarse por los caminos que había alumbrado Federico García Lorca con la surrealista y existencial antorcha de la estatua de la libertad. Emir de la Alhambra el uno y sultán del Alcázar el otro, compartían un tronco común de dos raíces distintas (oscura y dionisíaca la de Lorca, clara y apolínea la de Joaquín). La poesía de Romero Murube pertenece, en la feliz expresión de Fernando Ortiz, a la estirpe de Bécquer, la de la mejor tradición poética sevillana o andaluza, quiero decir española (Herrera, Rioja, Arguijo), la que atravesando un barroco de suntuosas postrimerías y un renacimiento de claros resplandores ultramarinos entronca con la poesía clásica de Grecia y de Roma, y que con un mágico y villalonesco toque de varita podríamos remontar aún más hasta la Árgonida atlante.
La prosa de nuestro poeta que no es nunca poesía en prosa sino una melodía infinita que fuera la canción de la luz de la ciudad, toma prestado su dinamismo de la arábiga silueta de Juan Ramón Jiménez a quien debe nuestro autor su ligereza, su ausencia de retórica y que junto con la escritura taraceada de Gabriel Miró y la puntillista de Azorín, le concedieron esa pulsión inconfundible, esa aproximación sucesiva a un enigma que nunca se llega a elucidar. Alejado por temperamento de las modas poéticas que se imponen tras la Guerra Civil es comprensible que en aquellos años, tras la publicación de Tierra y Canción en el 48, abandonara el verso, nunca la poesía, pues, con la excepción ebria de Claudio Rodríguez eran tiempos aquellos en los que campaba por sus respetos la olvidable poesía social.
Como comprensible o predecible era que aquel cantor elegíaco volviera como las ánades de las marismas a visitar las azoteas de su “Pueblo lejano” cuya profundidad de campo es en ciertos aspectos más honda que la de un Ocnos o un Platero. Se ha señalado el carácter proustiano o evocador de esta obra a la que Romero Murube incorpora, me parece, una visión más naturalista, sin llegar a ser cruda, pero que hace al libro no solo más verosímil sino más verdadero.
Si en palabras de Miguel García-Posada la obra de Romero Murube “ha resistido hasta ahora los sagaces venenos del olvido que Sevilla sabe administrar en dosis magistrales”, es porque construyó una Sevilla ideal, no idealizada, y es importante hacer énfasis en este agudísimo filo de la navaja por donde se despeña siempre la inflada levadura de sus casticísimos emuladores. Si Juan Ramón Jimenez fue el andaluz universal, ¿puede existir una Sevilla universal? No hay sin embargo una respuesta única, para este dilema de la ciudad de Sevilla como tema literario.
He mencionado los títulos principales de Joaquín Romero Murube, salvo uno, el que llevaba siempre en los labios, esa teoría inefable de la ciudad basada en la luz y que como toda la luz se le escapaba de las manos, porque es imposible retenerla, esa Sevilla que a estas altura del siglo ya no existe, si acaso alguna vez existió, pero que es el personaje único de su literatura. Mientras las hordas de turistas de destrucción masiva no terminen de arrasar a la ciudad real, la ciudad ideal de Joaquín Romero Murube seguirá siendo su trasunto fiel en el cielo agiraldado de la literatura y cuando acaso desaparezca en la tierra, aún perdurará en los labios de quienes la amamos tanto como él nos enseñó amarla en verso y prosa, porque tal vez y como dijo en ese libro único “Sevilla no sea sino esta arquitectura de imprecisiones en el alma”.

La imagen puede contener: 4 personas, incluidos Eva Díaz Pérez y José María Jurado, personas sonriendo, personas sentadas
Fotografía de Ana Recio Mir, de izquierda a derecha Juan Lamillar, Eva Díaz Pérez, Jacobo Cortines y José María Jurado

5 comentarios:

Aquilino Duque dijo...

Una delicia leer esto. Muy buena la distinción entre lo dionisíaco y lo apolíneo y lo de la calidad poética de su prosa.

Aquilino Duque dijo...

Una delicia leer esto. Muy buena la distinción entre lo dionisíaco y lo apolíneo y lo de la calidad poética de su prosa.

José María JURADO dijo...

Mil gracias, maestro.

ONDA dijo...

precioso
Ignacio Izquierdo del Valle nieto del gran amigo y compañero de Joaquín , Adriano del Valle

José María JURADO dijo...

MIL GRACIAS, IGNACIO, qué buena estirpe.

 
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