La
belleza de esta novela es devastadora. Avanza uno por sus páginas
con el corazón encogido, temblando como un pichón, como una de las “colometas” que
surcan el destino de su protagonista.
Es
un misterio cómo llega uno a los libros ineludibles, siempre “se ha sabido” que
esta novela era preciosa, pero creo que no se ha insistido lo suficiente -a mí
al menos no me constaba- en la prodigiosa escritura que la sustenta, entre las
más altas que haya uno leído nunca entre las letras hispánicas que incluyen,
por supuesto, el catalán en que se escribió. Se dice que es la novela catalana
más importante del siglo, no conozco en profundidad esta literatura, pero sí
que esta obra va a figurar en la tríada preciosa que para mí conforman “Las
Historias Naturales” de Joan Perucho y “Fortuny” de Pere Gimferrer, que
curiosamente comparten con esta maravilla la escritura poética y simbólica.
Puede
ser que la historia que se narra o acaso la serie de TVE, que yo no he visto,
ocultaran con su trama -bendecida por el realismo social o socialista- la
trascendencia de esta escritura máxima.
Siempre
he defendido que la más alta poesía de nuestro tiempo, el siglo XX, se ha
refugiado en la novela, “La plaza del diamante” es un hondísimo canto desde la
más profunda entraña de una mujer -común en apariencia- pero cuya visión del
mundo participa del extrañamiento de la lírica, como una Emily Dickinson
proletaria.
El
procedimiento del monólogo interior ha permitido desde el Ulises de Joyce que
la visión trascendente de la realidad no sea privilegio de las élites, Molly
Bloom en toda su sordidez habla con la lengua de Homero, y Natalia, “La
colometa” de esta novela mira la realidad sensible con una profundidad y una
hondura que necesariamente hay que vincular a las grandes corrientes de la
poesía del siglo, aquí como en Wallace Stevens, “la lengua es un ojo”.
Empecé
a leerla en Navidad y la terminé en Nochevieja, ya en este año, los trasiegos
de las fiestas no me permitieron leerla de un tirón sino de dos o tres, pero he estado
todas las fiestas encogido, compungido, sufriendo -más que en la realidad y he
aquí el misterio de la literatura- por el destino de los protagonistas.
En
esta conmoción influye como digo la forma de ser contada la historia, que a mí
me ha recordado a Isaak Babel en cuyas novelas lo sórdido y lo cruel, lo puro y
lo impuro conviven en armonía equilibrada, transformando en el alambique de la
escritura las palabras en estiletes que se clavan a la vez en el corazón y la
inteligencia.
He
sabido luego que Mercé Rododera era lectora de Virginia Wolf, de los Dublineses
de Joyce y de Proust, así se comprende la similitud con Babel que he señalado,
pues todos estos autores escriben en un espacio simbólico, la historia y el
lenguaje al servicio de una realidad más alta que, por este procedimiento, hace
a lo escrito más verdadero, transformándolo en pura vida.
Gracias
a Mercé Rododera he conocido de primera mano el dolor y la miseria moral de los
vencidos de la Guerra en Barcelona, las angustias e ilusiones de los años
anteriores al conflicto, la Cataluña republicana, fabril y anarquista. Y el miedo
de la guerra y el dolor de los humillados y ofendidos: mucho de
Dostoievsky -a quien nuestra autora leyó en profundidad- hay en esta pasión de pisos tristes, húmedos y sombríos.
Y
todo con una sutileza y economía de medios fascinante, con una perspicacia psicológica
en la transcripción de los sentimientos y relaciones humanas que nos conmueve e
interpela: la desgracia de un matrimonio en que la opresión toma carta de naturaleza social y se hace más terrible cuanto menos son
las vías de escape de la protagonista que huye, huye por la ascética vía
espiritual de la belleza cotidiana, por el resquicio inmundo que apenas deja un patio de vecinos, una
colcha bordada, un palomar.
Como
no sabía mucho de Rododera he consultado su biografía y me parece claro ahora que “La
plaza del Diamente” es una novela en clave, pues la autora, como la protagonista de la novela, se había casado jovencísima -y
deslumbrada- con un tío carnal más de diez años mayor que ella, de quien hubo de divorciarse durante la guerra. En los años previos al conflicto se había preparado de modo autodidacta para alcanzar una autonomía económica e intelectual como escritora. La estabilidad final que encuentra "La colometa" en la ficción, recuerda a su propia estabilidad emocional en el tiempo de redacción de la novela durante su segundo matrimonio. Esa piedad compartida entre dos personajes desvalidos que tanto nos conmueve al término del relato. Confirma esta suposición sobre el carácter parcialmente especular de la historia el hecho de que en los años en los que Mercé Rododera fue calibrando su escritura tuviera su "habitación propia" (Virginia Wolf) en un palomar azul…
Es
lástima que la literatura haya desaparecido del centro de nuestra razón política
y social, novelas como esta nos permiten conocer de primera mano el sufrimiento
de los olvidados de la historia y mitigar las tentaciones a las que tanto se sucumbe
últimamente en la esfera pública como es la falta de piedad y compasión con el
dolor ajeno. Hay muchas novelas sobre la Guerra Civil, pero “La Plaza del
Diamante” es única para conocer aquella noche triste que cayó sobre España cuando
el egoísmo maniqueo arrojó a la hoguera todo nuestro amor.
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