Las cifras son pavorosas. Quien más quien menos cuenta ya una pérdida entre sus allegados, sus conocidos o reconocidos. Pero seguimos sin ver el rostro de los muertos. La censura new age dispone, para no minar la moral de la tropa, que no doble la campana. Pero las campanas están doblando cada día a las ocho en punto de la tarde en los balcones.
A este número se suma hoy el guarismo terrorista del paro, que no sería tan amargo si tuviéramos la certeza -pero el virus nos ha enseñado que las certezas no existen- de que alguna vez saldremos de las catacumbas.
La dimensión planetaria de la pandemia es solo comparable a la de las guerras mundiales, aunque nunca antes hubo tantos miles de millones de humanos escuchando las sirenas antiáreas y bajando a los refugios anti bombardeo.
Lo mismo que Hiroshima selló la tensa paz del átomo entre dos bloques de hielo y el 11-S reabrió la grieta de las brutalidades, solo cabe esperar de este virus sin fronteras incorpore un nuevo paradigma al mundo.
Pero qué ingenuidad la mía, no hay virus que nos mejore ¿Sabe alguien, por ejemplo, algo del virus ahora en África?
Cuando examinamos la historia de las revoluciones nos resulta indecente que los nobles y los burgueses vivieran al margen del dolor de los parias de la tierra. No eran sin embargo muy distintos a nosotros respecto al tercer mundo, como si el mundo no fuera solo uno. Los medios de comunicación agitan a veces nuestra mala conciencia si leemos las cifras del hambre o de la guerra -300.000 muertos en Siria-, pero el libro de los números se olvida muy pronto, por encima de cien o de los mil, ya todo da lo mismo.
Tenemos la obligación moral de poner cara al dolor y letra al número.
El origen de esta crisis mortuoria procede de esta insensibilización ante las cifras de la China: por falsas que fueran, ya eran muy altas, las cifras de la gripe -que yo mismo daba-, también. Si ante los datos de enero hubiéramos erigido un 15M o un 8M antiviral lo habríamos cortado a tiempo. Pero nos dedicamos a hacer chistes sobre los hospitales de China, como se reían de Noé cuando construía su arca.
Hasta que no se abraza el dolor, el dolor no existe, es un cheque en blanco, sin olor ni dueño.
Tres millones de parados, diez mil muertos, dan igual si no somos nosotros. Esto lo sabe el sistema -somos nosotros el sistema- y sistemáticamente se oculta la muerte, y más cuando más cerca nos ronda.
Otra trampa jocosa es la de poner junto a las cifras de los muertos, las de los recuperados, como si se tratara de la misma entidad, como si el alta médica fuera el levántate y anda de Jesucristo con Lázaro.
Sabemos más de los "héroes" martirizados en el 11-S que de los martirizados por el COVID a la vuelta de la esquina.
Esto no es bueno, hay que ponerle el rostro a la muerte, a la buena muerte, porque es nuestro propio rostro, porque además, como parte de la vida que es, no es incompatible con la alegría de vivir.
La tristeza y la alegría deben ser compañeras, porque así es la vida y la naturaleza humana, la naturaleza. No vale dolerse mucho y olvidar luego, como no vale permanecer ajeno al sufrimiento. Existe cada día un tiempo del sufrimiento y un tiempo de la felicidad. Nuestro mundo de pantallas y estímulos solo entiende de catástrofes apocalítpicas o de dichas sin fin. Es lo que tiene el materialismo: mucho miedo.
Debemos disfrutar de estos días y sus pequeñas y grandes cosas, sin culparnos por sentirnos a ratos como los alegres jóvenes confinados en el campo del Decamerón de Bocaccio, sin martirizarnos demasiados por estar comiendo por aburrimiento como si no hubiera un mañana.
Porque no hay un mañana, nunca lo hubo ni lo habrá, solo existe el presente continuo, el regalo continuo de vivir.
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