Al caer de la tarde del Viernes Santo, pasadas las completas, se cantaba el oficio de tinieblas, -voces de angélica polifonía de Tomás Luis de Victoria- mientras lentamente y hasta dejar oscuro el templo se iban apagando cada una de las quince velas que en el tenebrario representaban a los once apóstoles, a la Virgen -ubicada en la cúspide del candelabro, esta vela no se apagaba nunca- y a las tres marías: Magadalena, Salomé y Cleofás.
En silencio y a oscuras quedaba entonces la iglesia, exiguamente alumbrada solo por la llama mariana que como un latido reverberaba entre las altas columnas ciegas. Entonces se entonaba el Miserere, el salmo cincuenta del Rey David que implora:
"Misericordia, Dios mío,
Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito,
limpia mi pecado."
Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito,
limpia mi pecado."
Al término del rezo se hacían sonar matracas y chirimías levantando un ruido ensordecedor para representar -tambores buñuelianos de Calanda- el terremoto que sucedió a la muerte de Nuestro Señor. El sonido cesaba cuando la mínima luz exangüe era apartada y reservada en la sacristía, instante que señalaba el descenso del cuerpo inerte del Redentor a las profundidades de la sepultura. A la espera tenebrosa de que una luz más pura se irguiera de entre los muertos.
En esta Semana Santa sin pasos en las calles, sin tambores de Calanda, sin saetas, sin todos los wagnerianos encantos del Viernes Santo, he venido a refugiarme en el templo interior de esta vieja liturgia olvidada y encender en el tenebrario de mi corazón una vela por cada una de las quince mil almas, quince mil cirios encendidos, que tras el manotazo de la covidia aguardan la resurrección de la carne.
En otros tiempos grises hoy era un día de luto, pero para el hombre moderno el luto ha dejado de exisitir, como ha dejado de existir la sepultura: ahora solo hay la atronadora combustión de las fábricas incineradoras que no cesan hasta eliminar todo rastro de la muerte corporal.
No deja de sonar en cambio la eléctrica matraca, presidencial o no, de las pantallas: el pudridero de twiiter, el incensario de instagram, la vanidad de vanidades de Facebook.
Hoy es el tiempo de las postrimerías, todo al fin se ha cumplido y a nosotros corresponde, a ellos se lo debemos, mantener encendida la llama en el celemín de la esperanza.
Podrán haber muerto en las estadísticas, pero esta vela encendida que es la memoria, nos devuelve su fulgor.
Y brille para ellos la luz perpetua.
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