viernes, 5 de julio de 2024

HELGA DE ALVEAR: MULTISPLIT SIN BOMBA DE CALOR

Como ayer hacía un calor que ni en Sevilla y andaba inopinadamente por Cáceres nos fuimos a probar el aire acondicionado del Museo Helga de Alvear.


La verdad es que es emocionante dejar los cuarenta grados de la calle y entrar en ese paraíso del frescor que no pasaría una auditoría woke en términos de lucha contra el cambio climático.

Se denuncian muchas maldades del hombre en el museo, pero se ve que con fresquito se lleva mejor la denuncia.

Hay que celebrar, en todo caso, haber salido del emparrado y del botijo.

A mí me parece, alguien tiene que decirlo, que el Museo es como el que se compra un frigorífico de última generación, carísimo y precioso, para guardar luego yogures caducados.

Yo no digo que no tengan valor las performances allí expuestas y el arte videográfico que se exhibe en auditorios que valen por un cine de verano donde mejor sería proyectar lo último de Neflix.

Seguramente tienen mucho valor y nos conciencian de la angustia de existir y de la banalidad de la vida, pero también me conciencia de todo eso y más echar una ojeada a los descampados de mi barrio o a los alrededores de cualquier contenedor de basura hispalense.

Quiero decir que no vale lo que cuesta.

Pero vamos que el truco del arte contemporáneo es este: nadie metería en su casa una lámpara rota del tamaño de dos salones, así que hay que conseguir que lo paguen otros.

El espacio expositivo es de primera gama, puro balay, muy parecido al Museo de las Colecciones Reales, pero sin tapices del siglo XVI ni armaduras del siglo XV, más bien se exponen las envolturas y los contenedores, los muelles del jergón.
Es, en definitiva, como un inmenso trastero, pero bien iluminado y ventilación magistral, un prodigio de la técnica electrodoméstica.

El museo se visita hacia abajo, como el infierno de Dante, deberían poner un cartel a la entrada que avisara: abandona toda esperanza sobre el arte, tú que entras.

Realmente cada círculo es peor, al final llegas a una sala que es como la ferretería de un psicópata, con hachas como de falla valenciana. Dan un poco de risa, pero si uno lo mira cerrando el entrecejo pues sí, se inquieta uno, que eso es lo que parce que busca este arte, dar miedo, pero a mí me da más miedo el recibo de la hipoteca.

Y la hipoteca de esas salas lo mismo también la estamos pagando entre todos porque ninguna comunidad autónoma se libra de tener su museo modelno.

Me gustaría creer, pero me temo lo peor, que quien hace esas cosas sabe por dentro que nos estafa, me parecería más humana esa maldad que asumir esa concepción artística y vital del mundo (no sé qué puede ganarse de verdad desordenando una ferretería como un poseso frente al cosmos).

La broma se debió acabar el día que Duchamp puso el urinario donde estaba la silla del vigilante, que cuando está vacía no sabemos si hay que fotografiarla o no.

Deben de ser muy valiosas estas piezas cuando los activistas no las atacan como a los cuadros de Rembrandt o los de los impresionistas.

Luego hay una sala donde puedes escuchar en una máquina de discos capitalista canciones comunistas (simplifico así para hacer daño, que uno también es bohemio). Hubiéramos ahorrado mucho espacio con un QR con enlace a la PlayList soviética de Spotify.

Claro, que los días de calor no descarto que no se vaya nadie a hacer la revolución a veinte grados daikin.

La jactancia de quienes me hayan tomado por cateto la vengo escuchando desde que escribí la primera línea: a ver, el museo tiene cositas, un Yves Klein jibarizado, una tinta china coloreada de Kandinsky, otra cosita de Klee e incluso, y ya es raro que lo diga, dos cuadros de Tapies cuando no pintaba tapias y eran en verdad abstracto.

El arte abstracto, el arte matérico tiene su valor, a mí me gusta y mucho, pero está uno cansado de la coartada de quienes avisan cuando lo impugnas: es que ese señor es un antiguo.

A mí nunca se me ocurriría decir que mi hija pinta mejor que Picasso, porque mi hija pinta mejor que Velázquez (amor de padre, happening social)… a mí me gustan Kandinsky, Picasso, Mondrian y todos los de la lista oficial que me sé tan bien como tú.

Pero sí se me ocurre decir que yo mismo, sin cargarle el muerto a mi hija, me hago un happening en un decir Jesús, claro que quien dice Jesús ya es un heteropatriarca sin sensibilidad contemporánea.

Total que cuando sales de ese infierno de belleza hay ascensores gigantescos, como montacargas y luego puertas correderas de madera y cristal que parecen un homenaje a la primitiva arquitectura ciclópea de micénicos.

Pero el aire acondicionado, que es a lo que íbamos no decae.

Y, por la arquitectura, se va a salvar el nuevo traje del emperador.

La moda es esa, hacer envoltorios preciosos para caramelos envenenados.

Y no habría necesidad, en un arrebato de cordura la coleccionista se hizo con una copia de los caprichos de Goya, que valen todo lo que no vale el museo, y ya el buen rato, con el fresquito, que pasamos ahí lo compensa todo.

Qué cordura la de Goya, qué clarividencia la suya: el sueño de la razón produce monstruos.

Y el sueño del arte, frigoríficos industriales.





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