Jesuita, sí, como Matteo Ricci, el primer europeo que entró en la Ciudad Prohibida.
Matteo Ricci entra en La Ciudad Prohibida.
Al cruzar el umbral de la Ciudad Prohibida los ojos se vuelven
de cinabrio. Nada hay comparable bajo el sol. Ni la piedra de Istria, ni el
mármol de Carrara se pueden ensamblar con la dúctil inercia que aquí tiene la
madera extasiada. Oleaje esmaltado de pórticos y aleros saturados de rojo y
purpurina. De su traza cuadrada, como un sello elevado a la enésima potencia y estampado
en el centro de los mapas, ha nacido una alianza inviolable: el estandarte
amarillo de los hijos del Cielo. Un dragón se desliza suavemente por las altas
pagodas. Enroscado en las columnas y tejados del palacio agita su cola de
escamas irisadas donde se anudan los vientos cardinales. Cuando echa fuego y
ruge toda la China
tiembla. Hay un millar de concubinas y eunucos dispuestos a aplacarlo y cientos
de mandarines que vigilan las estrellas.
Y yo, pobre Mateo,
jesuita, vengo del otro mundo sólo con la Biblia. Apenas traigo un clavicordio
y un reloj, pero no tengo miedo.
También Cristo es un Dragón.
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