Finis Gloriae Mundi |
Las largas arañas del barroco estiran lentamente los artejos, se desenroscan las hojas rizadas del acanto y los cardos levantan un haz de clavos herrumbrosos, empapados de sangre. Una ristra blanda de gusanos ensarta los ojos vacíos de la luna, amarilla como una calavera. Sobre un lecho de huesos y carroña reptan las plantas trepadoras, culebras y zarcillos sibilantes atenazan las cuadernas podridas de los galeones. Aún el oro reverbera en el barniz ahumado por los candelabros cuando se abren los ojos de la madera: la mirada transparente del león que arranca dócilmente con su garra la gasa de tinieblas, el mar de veladuras que angustia al horizonte, la lluvia que es la muerte. Crece sobre la ciudad un cielo morado de dalmáticas surcado por cernícalos de fuego, lleva bordado en el centro un sol ignaciano al que amenaza la enorme maquinaria de un eclipse, pero el sol se va a quedar, el sol se va a quedar, el sol se va a quedar.
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