JOSÉ TOMÁS EN NIMES
La hazaña de un hombre, un sueño cumplido
Fotografías y prólogo: Andrés Lorrio
Textos: Lorenzo Clemente
[La esfera de los libros, Madrid, 2013]
El toreo es francés, como el vino y el queso, como la
pintura impresionista y los poetas malditos. En la cueva paleolítica de
Lascaux, en la gran sala de los toros, se ha conservado una imagen enigmática:
a los pies de un bóvido cuya cornamenta de lira es en todo idéntica a la de los
toros del Rosellón y la Camarga, yace tendida una figura antropomorfa, pero con
cara de pájaro, junto a un estoque rupestre. Es la más antigua representación
de una cogida y en ella está el esquema del “Torero Muerto” de Manet. Solo en
Picasso –el gran pintor del mediodía francés- hemos vuelto a ver, tan viva, la
primitiva representación de la bestia. A su lado, las policromías de Creta son
estampas modernas de “La Lidia”, sublimaciones de la caza. No ha de extrañar en
consecuencia que al filo del Ángelus cereal y vinícola de Nimes, con el eco del
“Toreador” de Bizet, himno romántico de la Sevilla de Francia, haya alcanzado la tauromaquia su más alta
expresión estética y emocional. Fue en la mañana del 16 de septiembre de 2012,
José Tomás se encerró con seis toros en el anfiteatro romano y al término de la
corrida fue arrebatado al cielo por los dioses inmortales. Durante siglos las
generaciones futuras peregrinarán a Nimes para conmemorar el milagro y esperar
acaso su inverosímil repetición, como quien acude a Lourdes, guiados
por la misma ansia sanadora de redención. Andrés Lorrio y Lorenzo Clemente,
apóstoles de la verdad, han preparado el Evangelio de aquellas dos horas
inmortales en las que se rasgó el velo de las dos maestranzas y se vieron salir
de sus sepulcros a los viejos toreros de los daguerrotipos.
Foto: Andrés Lorrio |
Andrés Lorrio es un fotógrafo extraordinario y no podemos
menos que admirarnos ante su temple: en el prólogo al libro ubica a José Tomás
en el trayecto de Oku, en la senda Zen del inmortal Basho, en los códigos
marciales del Bushido, pero lo que nos dicen sus fotografías es que el fue el
segundo Samurái de la mañana, pues parece increíble no haber enloquecido ante
los increíbles sucesos retratados. Hemos de agradecer a su calma japonesa el
más hermoso y completo de los reportajes. La cápsula del tiempo que hará
prevalecer la gesta de un hombre, de un guerrero que aceptó la suprema libertad
de salir desceñido ante la muerte. Las fotos son todas bellísimas, alboreadas por
la luz trigueña de Nimes, por la arena albariza y la seda restallante de los
capotes. Hay en la capa de los toros, matices infinitos para el negro y la
sangre, desde el grafito esgrafiado al más hondo carbón de oro y antracita,
desde el bermellón vinoso al terciopelo carmesí. La editorial “La esfera de los
libros” no ha escatimado cuidados en componer un libro esbelto y asequible, con
más de doscientas fotografías.
"Torero muerto", Manet |
Como un hilo de Ariadna los textos de Lorenzo Clemente
enmarcan e ilustran las imágenes quien, al tiempo que nos explica el contexto
de la hazaña, las circunstancias que rodearon al festejo y algunas
curiosidades no menores, como el impacto económico de la corrida o su eco arrasador en los medios, expone una teoría sobre el futuro de la tauromaquia a
partir de la piedra angular extraída esa mañana del anfiteatro milenario. En prosa escueta
y certera, como una banderilla en su sitio o un canon latino, Lorenzo Clemente narra los
seis actos que compusieron este drama litúrgico, este auto sacramental de la
tauromaquia, con una grata digresión al referir el indulto de “Ingrato”, toro
de Parladé que por los siglos será cantado por los trovadores del Languedoc. Su
reseña asume el halo épico y nos arrastra en un anafórico “más allá, más allá”
como arrastraba embebido en sus telares órficos el héroe a la bestia de
Cocteau. Según Lorenzo Clemente la tarde
de Nimes señala, como una flecha, el único rumbo de la tauromaquia, en el que
el espectáculo debe ceder su lugar al rito, la lidia pautada a la liturgia
cósmica. Es un noble deseo que se nos antoja inviable en un mundo de hienas y
chacales que ha enterrado a los dioses y a Dios. Pero no hay que perder la
esperanza como no la perdió aquella católica reina escocesa de Francia que
subió al cadalso con una banda cosida a su sayo a manera de emblema: "En
ma Fin gît mon Commencement" ("En mi final está mi
comienzo".) Pues si, como nos tememos, asistimos estos años al derrumbe de
la tauromaquia, al menos como la hemos entendido en España estos dos últimos
siglos, quizá con este nuevo amanecer francés y guiados por el gran maestre
José Tomás, podamos descender, a lomos del eterno retorno, a su raíz
sacrificial, a su comienzo en la sima profunda de Lascaux donde gravitan los
grandes toros que dan la vida eterna. Este libro de Andrés Lorrio y Lorenzo
Clemente no es sino un brillante reflejo platónico a todo color de las
oscuridades abisales de la cueva.
Sala de los toros, Lascaux |
Coda: No, no es el único camino. Remedando a Terrence Malick
en el “Árbol de la vida” recordaremos que existen dos vías para alcanzar el
conocimiento, la de la Gracia y la de la Naturaleza. José Tomás ha optado por
la última, en cambio inició, nos lo cuenta Lorenzo Clemente, la faena de su último toro
con el “cartuchito de pescado”, escudo de los querubines que hace unos días
arrebataron al cielo al arcángel Pepe Luis de Sevilla. Esta línea áurea como corazón de
nautilus, suma, en fin, de duende y de belleza y que late de armonía en la
verónica insana de Morante de la Puebla, también apunta un destino, pero habrá
que buscarlo en el jardín de las Hespérides, donde paulan los egipcianos bajo las atlánticas manzanas de oro.
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