Era de
noche y llamaron a la puerta, querían proponerme un trato. Yo había publicado un
artículo en el que afirmaba que, de ser posible, cedería gustoso lo que me
quedaba de existencia más o menos miserable a cambio de ampliar el breve
espacio de vida que le había sido concedido a otras almas más altas y más
nobles. Recuerdo que como ejemplo daba los nombres de Keats y de Chopin. En definitiva, venían a matarme y yo,
que soy un hombre de palabra, no tenía argumentos para negarme. Señalé, sin
embargo, que no era justo que, puesto que iban a concederme mi deseo, me
quedara sin conocer los frutos de mi sacrificio. Les pareció razonable y me
hicieron pasar a una estancia con libros y un piano en el centro. Sobre el
teclado había un conjunto de partituras, dos o tres nocturnos, un esbozo de
sonata y lo que parecía una obra teatro en inglés. Realmente nada del otro
mundo. Poco después abrieron una puerta y me sacaron a la calle. Bajo una luna
inmensa resplandecía el perfil de una guillotina. Aquel guiño macabro no me dejó
indiferente y por primera vez supliqué, pero una voz resonaba: “¿Bueno y qué te
ha parecido todo? Espero que te haya merecido la pena”.
Fotograma: El gabinete del Doctor Caligari (Robert Wiene, 1920)
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