miércoles, 10 de julio de 2013

Un cuento barroco (III)

Poca gente vio a las señoritas Guichot durante aquellos días de enero. En la primera hora de la mañana acudían a Misa al convento anexo al lugar donde se hospedaban y al que accedían desde los patios. El resto del tiempo lo pasaban junto a su ama y las doncellas cosiendo y leyendo vidas de santos mientras su reducido séquito se encargaba de las fatigosas tareas domésticas pues no eran pocas las incomodidades del palacio que carecía de sirvientes y se encontraba en estado ruinoso. No pasará por alto su Excelencia que la hospitalidad dispensada por el de Medinaceli a las hijas del barón, a quienes ni siquiera mandó recibir, distaba de ser la propia en quien con tanto fervor ha defendido la solución francesa en la cuestión dinástica. Nos corresponde, no obstante, ser precavidos al respecto: aunque es vox populi que el Duque despacha en secreto también con el partido Habsburgo  en esto no se diferencia del resto de prohombres de la Corte, más probable parece que algún informador lo hubiera advertido de las nulas posibilidades de éxito del Barón y haya preferido en esta ocasión hacer el papel de Pilatos.[1]

Al natural aislamiento de las muchachas contribuía el hecho de que solo uno de los lacayos, mulato, natural de la Isla de Guadalupe y que obedecía al nombre de Juan, hablara algo de castellano. Este era el encargado de las compras y mandados de la casa y por el que la collación llegó a saber algo de la vida  diaria de las extranjeras a las que presumían, no erradamente, hijas de un potentado extranjero con altas amistades en la Corte, nada extraño en una ciudad en la que cada día entran y salen no menos de dos docenas de barcos.

Por cierto que este mulato fue la única persona con la que no me fue necesario entrevistarme de todas las que estuvieron en contacto con las desgraciadas niñas en sus últimos días, pues había resultado providencialmente muerto durante una pendencia en un tugurio del puerto al día siguiente de la partida de las muchachas, tres semanas antes del descubrimiento de los cadáveres en la Cañada del Obispo, a solo una legua de Carmona.
Casa de Pilatos, Sevilla, S. XIX

[¿Continuará...?]



[1] Advertimos al lector sobre la calculada ironía de este pasaje: el Palacio de la Casa de Medinaceli en Sevilla al que con toda seguridad alude el transcriptor es la archiconocida “Casa de Pilatos” situada al término de la señorial calle Águilas.  Mandado construir por el Primer Marqués de Tarifa según la leyenda conforme a las trazas de la hipotética residencia en Jerusalén del Procurador de Judea, el Palacio pasó a manos de la Casa Ducal de Medinaceli por matrimonio de una sobrina del  III Duque de Alcalá de los Gazules con el VII Duque de Medinaceli. (N. del E.)

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