Poca gente vio a las señoritas Guichot durante
aquellos días de enero. En la primera hora de la mañana acudían a Misa al
convento anexo al lugar donde se hospedaban y al que accedían desde los patios.
El resto del tiempo lo pasaban junto a su ama y las doncellas cosiendo y
leyendo vidas de santos mientras su reducido séquito se encargaba de las
fatigosas tareas domésticas pues no eran pocas las incomodidades del palacio
que carecía de sirvientes y se encontraba en estado ruinoso. No pasará por alto
su Excelencia que la hospitalidad dispensada por el de Medinaceli a las hijas
del barón, a quienes ni siquiera mandó recibir, distaba de ser la propia en
quien con tanto fervor ha defendido la solución francesa en la cuestión
dinástica. Nos corresponde, no obstante, ser precavidos al respecto: aunque es vox populi que el Duque despacha en
secreto también con el partido Habsburgo en
esto no se diferencia del resto de prohombres de la Corte, más probable parece
que algún informador lo hubiera advertido de las nulas posibilidades de éxito
del Barón y haya preferido en esta ocasión hacer el papel de Pilatos.[1]
Al natural aislamiento de las muchachas contribuía el
hecho de que solo uno de los lacayos, mulato, natural de la Isla de Guadalupe y
que obedecía al nombre de Juan, hablara algo de castellano. Este era el
encargado de las compras y mandados de la casa y por el que la collación llegó
a saber algo de la vida diaria de las
extranjeras a las que presumían, no erradamente, hijas de un potentado
extranjero con altas amistades en la Corte, nada extraño en una ciudad en la
que cada día entran y salen no menos de dos docenas de barcos.
Por cierto que este mulato fue la única persona con
la que no me fue necesario entrevistarme
de todas las que estuvieron en contacto con las desgraciadas niñas en sus
últimos días, pues había resultado providencialmente muerto durante una pendencia en un tugurio del
puerto al día siguiente de la partida de las muchachas, tres semanas antes del
descubrimiento de los cadáveres en la Cañada del Obispo, a solo una legua de
Carmona.
Casa de Pilatos, Sevilla, S. XIX
[¿Continuará...?]
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[1] Advertimos al lector sobre la
calculada ironía de este pasaje: el Palacio de la Casa de Medinaceli en Sevilla
al que con toda seguridad alude el transcriptor es la archiconocida “Casa de
Pilatos” situada al término de la señorial calle Águilas. Mandado construir por el Primer Marqués de
Tarifa según la leyenda conforme a las trazas de la hipotética residencia en Jerusalén
del Procurador de Judea, el Palacio pasó a manos de la Casa Ducal de Medinaceli
por matrimonio de una sobrina del III Duque de
Alcalá de los Gazules con el VII Duque de
Medinaceli. (N. del E.)
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