Los antiguos no conocían las leyes de la perspectiva, la relación de
tamaño entre los objetos representados no obedecía a ningún patrón geométrico.
De esta ignorancia no hay que inferir, en ningún caso, torpeza en la ejecución
por parte de los artistas. En los murales de Pompeya, prácticamente los únicos
vestigios que han perdurado de la pintura grecorromana, las escenas
representadas son de una viveza, perfección y verosimilitud sorprendentes. Sin
embargo, como recuerda E. H. Gombrich en su célebre Historia del Arte: “esas pinturas son muchos menos realistas de lo
que a primera vista podríamos creer”, “los objetos eran representados en función
de su importancia”. Es decir, aunque de alguna forma los pintores intuían una
norma natural de representación a la que se aproximaban toscamente, esta
quedaba condicionada a la visión imperante del mundo. Aunque pudiera parecerlo
no pintaban (o no solo) como los niños que hacen mayores las figuras de sus
seres queridos, eran remotamente conscientes de la distorsión aplicada. Una
distorsión que dictaban la jerarquía de las costumbres y la limitación de los
sentidos. Involuntarios precursores del idealismo subjetivo de Berkeley, como
todo el arte primitivo desde Altamira, asumían instintivamente que solo existe
aquello que percibimos y que solo existimos cuando lo percibimos. La irrupción
de la perspectiva y, unos siglos más tarde, de la mecánica newtoniana,
supondrían un distanciamiento de esta representación fenomenológica de la
realidad, que quedó encorsetada en los severos límites de la escuadra y del
compás. Cuando se enciende el siglo de las luces se extingue, hasta la
restauración romántica, el conocimiento mágico de lo real. Como ha
demostrado la física cuántica, el empirismo y el sistema métrico decimal estaban
sobrevalorados.
Mientras pensaba, es un decir, en estas cosas, estaba tumbado en el césped, frente a una piscina azul centelleante como los estanques que aparecen en los frescos de las villas romanas. Realmente no sabría decir, desde el lugar donde me encontraba, si estaba cerca o lejos aunque sin duda la hubiera pintado muy grande porque recuerdo que era muy importante para mí ya que hacía mucho calor. De cuando en cuando hundía la cabeza entre la hierba y se me revelaba un mundo ignoto. A mí alrededor volaban avispas ultrasónicas como naves de combate y veía cómo laboraban las hormigas gigantes y pequeñas o acudían a repostar sobre mi piel un incesante batallón de moscas y mosquitos, mientras inmensos saltamontes preparaban un asedio final calibrando sus monstruosas catapultas. Pintada como un adorno sobre la bóveda del cielo, la luna borrosa de esta hora de la tarde era menos que un átomo desvaído.
Yo creo que fue entonces, mientras pensaba que basta una simple operación mental -en este caso no más que “un cambio de escala”- para revisar por entero nuestro conocimiento del universo y en las conclusiones atroces y fascinantes que se podrían derivar de a aplicación de este procedimiento a otros ámbitos sensoriales, cuando me arrebató la libélula. No la sentí llegar y, de repente, me rodearon sus patas por completo. A mis pies todo se hizo nuevamente más pequeño, incluida la piscina. Escuché a la gente gritar y vi que muchos bañistas me hacían fotografías con sus móviles lo que recuerdo, pero aún no sé el motivo, que me produjo cierta ilusión. Ahora intento poner en orden mis ideas. En esta madriguera hay un resquicio desde el que puedo contemplar una porción mínima del cielo y las estrellas y estoy sopesando varias alternativas para liberarme de esta criatura tan inoportuna.
Mientras pensaba, es un decir, en estas cosas, estaba tumbado en el césped, frente a una piscina azul centelleante como los estanques que aparecen en los frescos de las villas romanas. Realmente no sabría decir, desde el lugar donde me encontraba, si estaba cerca o lejos aunque sin duda la hubiera pintado muy grande porque recuerdo que era muy importante para mí ya que hacía mucho calor. De cuando en cuando hundía la cabeza entre la hierba y se me revelaba un mundo ignoto. A mí alrededor volaban avispas ultrasónicas como naves de combate y veía cómo laboraban las hormigas gigantes y pequeñas o acudían a repostar sobre mi piel un incesante batallón de moscas y mosquitos, mientras inmensos saltamontes preparaban un asedio final calibrando sus monstruosas catapultas. Pintada como un adorno sobre la bóveda del cielo, la luna borrosa de esta hora de la tarde era menos que un átomo desvaído.
Yo creo que fue entonces, mientras pensaba que basta una simple operación mental -en este caso no más que “un cambio de escala”- para revisar por entero nuestro conocimiento del universo y en las conclusiones atroces y fascinantes que se podrían derivar de a aplicación de este procedimiento a otros ámbitos sensoriales, cuando me arrebató la libélula. No la sentí llegar y, de repente, me rodearon sus patas por completo. A mis pies todo se hizo nuevamente más pequeño, incluida la piscina. Escuché a la gente gritar y vi que muchos bañistas me hacían fotografías con sus móviles lo que recuerdo, pero aún no sé el motivo, que me produjo cierta ilusión. Ahora intento poner en orden mis ideas. En esta madriguera hay un resquicio desde el que puedo contemplar una porción mínima del cielo y las estrellas y estoy sopesando varias alternativas para liberarme de esta criatura tan inoportuna.
NOTA: Aunque en la obra de Kafka se diseña y perfecciona el mecanismo que articula este tipo de relatos, estilizados en la obra de Borges o de un cierto Cortázar, no hay realmente razones para no ensayar variaciones sobre estos temas a la manera de los poetas chinos de la dinastía Tang que durante tres centurias cultivaron los mismos motivos bajo la tamizada luz de los pabellones a la orilla de un lago que baña un bosque de bambú.
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