¡Ah, París! Ante la negra silueta de Aristide Bruant pintada por el tullido Lautrec -larga chalina roja como un brochazo de sangre sobre los cielos humeantes de la Comuna-, la libélula verde de la absenta revoloteaba por los viñedos de la colina de Montmatre, aleteaba en los abanicos pintarrajeados de las coristas y bendecía la noche sobre los turgentes y erizados senos blancos del Sacré-Cœur.
Pero no fue bajo las aspas del Molin Rouge, que levantaban las enaguas
de las sombras con el rugido diabólico de los cancanes y el lúbrico carmín posado
en las copas ahítas del champán, donde se forjó la leyenda de aquellos tiempos
mórbidos. Ni en esa barraca de feria que, tras el pomposo nombre de l’Enfer con su puerta de yeso, mitad cetáceo,
mitad gárgola viciosa, devoraba con sus conjuros teatrales los corazones
timoratos de los estudiantes y de los aplicados funcionarios que las
prefecturas enviaban de paso a la Ciudad de la Luz.
No, no fue tampoco en los cabarets del Lapin Agile o la Cigale. Ni siquiera en el Chat
Noir, cuyas cornucopias doradas y espejos gastados de azogue habían presenciado la iniciación teosófica de tantos prohombres a la luz temblorosa de
los velones y bajo la mirada reprobatoria de los santos policromados del siglo de Rabelais.
Es unánime la opinión de que las opalescentes
alucinaciones del ajenjo, arpegiadas por las fantasmagorías de Erik
Satie, terminaron con un disparo en el riñón salvaje de Austria, cuando la niebla fosforescente del gas mostaza abrazó a sus hijos en las trincheras del Somme; pero nadie o casi nadie conoce o parece haber conocido la
existencia del local de Europa donde con más fuerza arraigaron las flores del
mal.
Pasada la Gran Guerra muchas cosas se
olvidaron para siempre, otras se alteraron o mixtificaron pero yo aún recuerdo con
horror la primera vez que traspuse el umbral de aquel antro de perversión: se
accedía a través de un estrecho pasadizo, tras una puerta falsa al final de una
calle encajonada, maloliente y húmeda de orines, al pie de la colina. Un primer
compartimiento, de tierra compacta, daba paso a una puerta batiente sobre la que
caía una cortina de cañas. De un techo invisible y lejano colgaba un cartel de
letras grandes y rojas, perfiladas en negro, donde podía leerse: BURLADERO
BAUDELAIRE.
¿Continuará...?
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