martes, 2 de septiembre de 2014

Burladero Baudelaire (III)

Capítulo I 
Capítulo II

Una profusa carpintería rodeaba la estancia cuya similitud con un coso taurino yo solo podía inferir de algún grabado exótico y vagamente oriental exhumado en las cajones de los bouquinistas. Mis conocimientos sobre la tauromaquia no iban más allá de las fantasías románticas de Gautier y los crepusculares telones de “Carmen” en la Opéra Comique.

Renuncio en consecuencia a intentar explicar con detalle la sucesión de estructuras más o menos estables que componían las gradas y los palcos donde, a medida que la penumbra invadía mi espíritu, empecé a distinguir una secreta e intermitente asamblea de mujeres que agitaban pequeños abanicos sobre sus hombros desceñidos. Creo que fue entonces cuando perdí de vista a mis dos angelicales compañeras.

Yo aún estaba en la arena. En el centro, ante mí, una barra en forma de doble anillo desplegaba una selva de licores y frutas escarchadas, pero no atendía nadie por lo que yo mismo me serví una larga copa de Sauvignon que alcé a lo alto como en un brindis. Antes de que pudiera farfullar ningún deseo celestial o maligno me detuvo la mirada triste y envenenada de Charles Baudelaire.

Bajo una marquesina de cristal surcada por verdes serpientes de hierro colado, que se entrelazaban formando una especie de palio o de hornacina, la imagen del poeta presidía la plaza como un emperador romano, rodeado de grandes y lóbregos ramos de jacintos y girasoles junto a los cuales dos tenues faroles de gas empezaba a florecer. Era, a mayor escala, una reproducción pintada de los famosos y codiciados daguerrotipos de Nadar.

-Viens, mon beau chat, sur mon coeur amoureux.

Una voz cavernosa susurraba a mi espalda como un escalofrío, aunque apenas podía distinguir su reflejo sobre el azogue gastado del bar:

-Bienvenido a mi guarida, ¿Monsieur…? ¿A qué debemos su visita?


(*): Ven, mi hermoso gato, a mi corazón amoroso

¿Continuará?

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