Capítulo II
Una profusa carpintería rodeaba la estancia cuya similitud con un coso taurino yo solo podía inferir de algún grabado exótico y vagamente oriental exhumado en las cajones de los bouquinistas. Mis conocimientos sobre la tauromaquia no iban más allá de las fantasías románticas de Gautier y los crepusculares telones de “Carmen” en la Opéra Comique.
Renuncio en consecuencia a intentar explicar con detalle la
sucesión de estructuras más o menos estables que componían las gradas y los
palcos donde, a medida que la penumbra invadía mi espíritu, empecé a distinguir
una secreta e intermitente asamblea de mujeres que agitaban pequeños abanicos
sobre sus hombros desceñidos. Creo que fue entonces cuando perdí de vista a mis
dos angelicales compañeras.
Yo aún estaba en la arena. En el centro, ante mí, una barra en forma de doble anillo desplegaba una selva
de licores y frutas escarchadas, pero no atendía nadie por lo que yo mismo me
serví una larga copa de Sauvignon que alcé a lo alto como en un brindis. Antes
de que pudiera farfullar ningún deseo celestial o maligno me detuvo la mirada triste
y envenenada de Charles Baudelaire.
Bajo una marquesina de cristal surcada por verdes serpientes de
hierro colado, que se entrelazaban formando una especie de palio o de hornacina, la imagen
del poeta presidía la plaza como un emperador romano, rodeado de grandes y lóbregos
ramos de jacintos y girasoles junto a los cuales dos tenues faroles de gas
empezaba a florecer. Era, a mayor escala, una reproducción pintada de los
famosos y codiciados daguerrotipos de Nadar.
-Viens, mon beau chat, sur mon coeur amoureux.
Una voz cavernosa susurraba a mi espalda como un escalofrío,
aunque apenas podía distinguir su reflejo sobre el azogue gastado del bar:
-Bienvenido a mi guarida, ¿Monsieur…? ¿A qué debemos su visita?
(*): Ven, mi hermoso gato, a mi corazón amoroso
¿Continuará?
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