Capítulo II
Capítulo I
-Bienvenido a
mi guarida, ¿Monsieur…? ¿A qué debemos su visita?
Sobre un rostro duro y enjuto, curtido por el sol, cristalizaba un
rictus histriónico y mordaz que medía mi silencio a cuenta gotas.
-¿No tienes nada que decir? ¿Prefieres que pregunte a tus dos
lindas amiguitas?
Más mundano que elegante, tocado con un largo sombrero de ala
ancha bajo el que se afilaba una mirada tabernaria y turbia, aquel insólito petimetre
hacía pasar junto a mi cuello, muy despacio mientras me hablaba, la afilada
punta de un estoque que cumplía para él las funciones de bastón.
Volví atrás la vista en busca de ayuda o compasión, pero solo
alcancé a divisar el chispazo fugaz de dos risas libidinosas. Ante mí, y cada
vez más cerca, brillaba la levita morada, festoneada por imposibles arabescos y
entorchados de oro debajo de la que brillaba un chalequillo de radiante moaré. El
conjunto ejercía en mí un efecto hipnótico que mitigaba, por algún
inexplicable mecanismo de compensación,
el terror que me desolaba.
Cada vez más lejano, durante un segundo me pareció
que el retrato de Baudelaire me impartía su bendición.
- Évêque et or.
-¿Cómo?-Logré apenas balbucir.
-Obispo y oro. Parece que el joven tiene buen gusto –añadió mientras
se giraba en una pirueta para mostrarme las filigranas de su casaca de seda- Me has caído bien. Te perdono la vida.
¿Obispo y oro? Yo no comprendía nada, pero tuve razones para
respirar aliviado cuando, a una palmada suya se estremecieron los techos y aun
juraría que las bóvedas de la colina, mientras los tubos de un órgano siniestro
e invisible repetían de forma obstinada y a manera de fuga los compases iniciales
de “El Toreador” de Bizet, al tiempo que un ejército de máscaras grotescas,
ataviadas con los más exóticos disfraces salía en procesión de las oscuridades, precedidas de una pareja de gigantes flabelos hechos con plumas de pavo real.
Cuando cesó la música, y como si de una salva de cañones se
tratara, una tras otra empezaron a abrirse no menos de un centenar de botellas
de champán cuya espuma se derramaba por los senos colosales de las sacerdotisas
egipcias y los vientres febriles de las bayaderas indias cuyo insaciable contoneo
se prolongaría más allá del amanecer.
Fue así cómo caí en las garras de Faustin des Saintes, acaso el
hombre más depravado de París: Faustino de todos los Santos, natural de Fuentes
de Andalucía, banderillero de Frascuelo y enrolado en todas las cuadrillas que
desde el inicio de la Exposición Universal y más tarde en la plaza del bosque
de Bolonia, habían toreado a la orilla del Sena para delicia de los franceses
y de la exiliada corte española de Isabel II, con cuyas damas de compañía había
compartido más de un desliz, hasta que, según se decía, un toro de la Camarga lo
había dejado impedido, sumiéndolo en el más doloroso y tenaz de los olvidos.
[¿Continuará...?]
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