Capítulo III
Capítulo II
Capítulo I
Creo que estuve a punto de perder el juicio. Sumido en una lenta
y vaporosa embriaguez me despertaba mucho después del mediodía, acuciado por el
campanario de la Iglesia de Saint Germain l'Auxerrois que atronaba en mi cabeza como si
llamara cada tarde a una nueva noche de San Bartolomé. No comía y apenas
soportaba ver mi rostro en el espejo. Inyectados en sangre por el humo y el
vicio, me parecía advertir en mis ojos un incómodo reflejo verde en el que mi
madre o los sirvientes de la casa hubieran podido escrutar hasta el último
detalle de nuestras nocturnas bacanales como en el cinematógrafo de los Lumière.
Abandoné las clases de leyes en la Sorbona y hasta la puesta de sol me dedicaba
a leer los libros herméticos que Faustine des Saintes había prescrito como materia
primordial de mi noviciado.
Pero ni el mesmerismo o la telequinesia, con cuyo poder controlaba
mi mentor a sus dulces y dóciles pupilas (y sospecho que a mí mismo), excitaban
tanto mi imaginación como la Poesía, a la que atribuía yo el imperio de mis
aventuras galantes y de la que me convertí en delirante y vehemente adorador. Yo,
que apenas había pasado de puntillas por Víctor Hugo y reducido mis lecturas
adolescentes a las francachelas de los mosqueteros de Alejandro Dumas. Yo, que creía
que ya lo conocía todo de las humanas pasiones por haber aprendido par coeur el Código Civil…
Una letanía saturnal de poetas malditos, a algunos de los cuales
Faustine des Saintes se jactaba de haber conocido e incluso iniciado (¿pero era esto posible?), orbitaba
alrededor de mi cerebro hasta que los últimos rayos de sol se posaban sobre las
góticas vidrieras de Saint Germain y los frisos dorados de los almacenes de la
Samaritaine, cuyas guirnaldas de flores esmaltadas preludiaban los carnívoros misterios
del crepúsculo que, a esta hora y desde mi cuarto, hacía reverdecer un humoso horizonte
de buhardillas de zinc.
Me marchaba sin despedirme de nadie por la escalera de servicio aunque
mi voz bajaba retumbando:
Entre tant de beautés que partout on peut voir,
Je comprends
bien, amis, que le désir balance;
Mais on voit scintillier
en Lola de Valence
Le charme inattendu d’un bijou rose et noir.
[1] “Entra tantas bellezas que
por doquier se ven, / comprendo bien, amigos, que vacile el deseo; más brillar
puede verse en Lola de Valencia / la gracia inesperada de un joyel negro y rosa”.
Este poema fue excluido expresamente por
Baudelaire de “Las flores del mal”, a nuestro juicio evidencia el gusto castizo
e indelicado de nuestro héroe que habrá que atribuir, en cualquier caso, al
pernicioso influjo del señor des Saintes. La traducción es de Luis Martínez de
Merlo, según la Edición de Cátedra de 2009, al cuidado de Alain Verjat y del
propio Martínez de Merlo. NOTA DEL EDITOR.
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